Anacleto, agente secreto
viernes 3 de julio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    —¡Papá! ¡Papá! ¿Qué haremos este verano?
    —Pues vamos a hacer el baño, la cocina y el cuarto de estar— contesta el papi a su nene muy ufano—, no veas lo bien que lo pasaremos dándole estuco a las paredes y metiendo después unas manitas de pintura.
    Parodiando un anuncio de bricolaje, éste es el panorama que aguarda al nuevo jefe de los espías peninsulares tras la dimisión del titular anterior, un civil, de los dos que ha tenido el centro de inteligencia, y que ha dejado el servicio hecho unos zorros. En un país de países —como Spain— el mero hecho de hablar de espionaje es un chiste de humor negro porque supone remitirnos al chismorreo y el chivatazo, conductas heredadas de la dictadura. Cuando el verdadero enemigo era interior y además llevaba las riendas, se consagró el terrorismo de Estado y las alcantarillas del poder funcionaron a pleno rendimiento. Fue una época consagrada a insignes profesionales, desde los ya extintos serenos, los porteros —ahora en vías de desaparición— y los taxistas. El soplo llegó a forjar una red paralela de información de la que hizo uso y abuso la policía armada. Ese caudal de cotilleos ataba en corto a la población y convirtió a los delatores en seres ruines y fangosos, pagados a base de vistas gordas y sinecuras, pero en la calle fácilmente señalables y de mala prensa en el ámbito popular. La cantera de unos cuantos anacletos nació en esta rue del Percebe donde era fácil prosperar mediante el estraperlo y las componendas, lo que originó una estructura de comunicación que todavía arrea.
    Es en el ámbito vecinal, debidamente actualizado con el transcurso de los años, donde el Centro Nacional de Inteligencia mantiene su fama internacional. Sus mayores éxitos contra ETA se deben a esta vieja fórmula, a medio camino del super agente 86 o Mortadelo y Filemón, donde la incursión de gentes comunes y corrientes ejerce una labor impagable como gargantas profundas del sistema. El espionaje simbiótico, donde los sentidos de un tendero adquieren una importancia vital, es el espacio más lógico del CNI. Su capacidad para llegar hasta el retrete mismo del enemigo nunca ha sido bien ponderado, sobre todo en una época en la que prima la imagen del espía acróbata, un extra de efectos especiales, tecnológico y brillante hasta la náusea. No hay nada más estúpido que un agente secreto aquejado de narcisismo.
    Los espías peninsulares se venden por cuatro perras en el extranjero y hacen su labor levantando piedras y husmeando en las cerraduras. Buena parte de las metamorfosis afganas e iraquíes han sido llevadas por espías turcos o hispanos, siempre en la sombra. De la misma forma que los militares más valorados en las escarpadas cordilleras de Asia son los muleros de la Legión, en el intrincado mosaico del Líbano tener a pie de obra un espía murciano no tiene precio. Desde luego, el prototipo del agente peninsular no es muy fotogénico, sus maneras distan mucho en los espacios más chic de la diplomacia y fuera de su hábitat tradicional cantan a la legua. Es obvio que sus jefes provengan de territorios tan extraños como la ingeniería de montes, como si tuvieran alguna querencia, aunque sea de índole psiquiátrica, con los maquis. Es coherente que al final de su carrera incluso les dé por meter a media docena de sobrinos en la CIA hispana o alimentar su cartilla de ahorros mediante fondos reservados. La especialización civil del espionaje tiene estos inconvenientes, pero es un error devolver la jefatura al campo militar. Lo mismo que jugar al 007.

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