Empédocles y el eterno retorno
Crónicas
© Sergio Plou
domingo 25 de mayo de 2008

      Para soltar los nervios y las tensiones, no hay nada como una buena tormenta a la hora de la siesta. Irse de tiendas después, con la calle recién mojada, es lo más idóneo para recuperar la ligereza de carácter y afinar la templanza. Largarse al cine y asistir de incógnito a las cabriolas ancianas de Indiana Jones, desde el anfiteatro de una céntrica sala de proyecciones, abarrotada de infantes que engullen palomitas y beben cocacolas, consiguió transformar la realidad hasta rozar una perspectiva imposible, tan límbica y aventurera como podría pintarla un tubo de pegamento en manos de una pandilla de adolescentes. Asistir más tarde al chasco eurotelevisivo del friquismo hispano también dibujó, por un instante, la olvidada fascinación que a menudo produce la venganza. Incluso regresé a la juventud bien entradita la madrugada gracias a la pavorosa juerga que estaban corriéndose una veintena larga de universitarios, vecinos de mi compañera sentimental, en el piso contiguo. El tabique que nos separaba era tan ridículo que se me antojó de metacrilato. Llegué a sentirme completamente insertado en el «cotage» —que diría Orlander—, como un invitado invisible que fuera paseándose entre los corros de jovencitos hasta colocarme fríamente en el disparadero. Pensé en capturar el palo de billar, que aún guarda mi compi como recuerdo de una vieja farra detrás de la puerta, y emprenderla a golpes con la chavalada. Llegué a verme igual que Harrisson Ford, pero sin látigo, chafando cráneos de cristal en mitad de una nube etílica. El pensamiento debió de relajar de alguna manera mis bajos instintos porque, poco a poco y a medida que llegaba el agotamiento psíquico, me condujo hasta la más rabiosa inmadurez, borrando así de mi mente las ideas más insanas. Serían las tres de la madrugada y agarraban los vecinos una tajada tan deslumbrante que mis neuronas acabaron felicitándome por el derroche de paciencia. Como haría cualquier carcamal, planeé calzarme los pantalones, salir al rellano y aporrear la puerta de aquellos juerguistas, sin embargo, en un alarde sobrehumano me concentré en los geométricos dibujos del techo. Tendido como estaba sobre la cuna enorme, propiedad de mi compañera y cuya almohada compartíamos, me vi entonando para mis adentros doscientos krisnas murtis hasta conciliar un sueño dudosamente reparador y más lejano, en su argumento, de la matanza de Texas que iba originándose en lo más hondo de mi bulbo raquídeo. Es increíble lo que cambiamos con la edad. ¿Cómo es posible que a los veinte años te parezca un abuelo quien ha llegado a los cuarenta, y que siendo un cuarentón se te antoje un imbécil cualquier veinteañero? Dicen que hay un tiempo para cada cosa y que cada cosa tiene su tiempo. De haber tenido ganas, me hubiera sumado a la gresca de los jóvenes vecinos hasta pedir a gritos, en plena borrachera, que viniera la policía a terminar con el tumulto. Porque éramos incapaces de darle un fin, no porque me hiciera ninguna gracia. Hubiera sido un bonito colofón. En cambio lo que sentía era una molestia biunívoca. Me daba pena sentirme demasiado mayor y a la vez me provocaba un soberbio dolor de cabeza la estridencia del pedal que estaban pillando aquellos estudiantes. Nunca sabes con exactitud a qué carta jugarás, depende del estado de ánimo que se produzca en la próxima juerga que organicen. Un patio de luces tan espacioso como el que disfrutan, aunque linde con los dormitorios de todo el vecindario, a su edad y con la llegada del buen tiempo es ideal para organizar fiestas. Cabe la posibilidad de que vuelva a encontrarme con una nueva contradicción en mi conciencia. Tal vez no sea hoy ni mañana, pero llegará un día en que me sorprenda encarnando la imagen de un vecino cargante. Me di cuenta al levantarme, cuando tuve una ocurrencia diabólica. Con el propósito de dar una ración de su mismo jarabe a los inquilinos de al lado, me hubiera gustado colocar un disco de heavy metal a máxima potencia durante un par de horas, pero tenía las sienes rebeldes y se me hizo cuesta arriba aplicarles semejante correctivo, así que lo aparqué para mejor momento. Estoy convencido de que tendré una segunda oportunidad, la reyerta generacional nunca concluye. A ellos, cuando lleguen a mi edad, le pasará tres cuartos de lo mismo. Se encontrarán como yo pensando dónde diantres quedó atrapada su juventud y cómo es posible de pronto que se vean en esta tesitura. Empédocles, el filósofo griego, afirmaba que nadie se baña dos veces en el mismo río. Aunque el río tenga siempre el mismo nombre sus aguas son distintas. El alcohol que impregnaba las venas de los ruidosos universitarios era un calco del que circuló en mi torrente sanguíneo décadas atrás. Al acabar con las existencias del anfitrión, un servidor continuaba la jarana en el Bohemios, el Brujas o el Rollo y ellos se largan al Space. No sé si al Exterior Space o al Interior Space, pero según avanza su cogorza, lo más probable es que terminen en la cama con un barco horroroso y sin haberse jalado un colín.

Crónicas
2007 y 2008 2009 a 2011
Artículos Críticas Literarias Relatos Las Malas Influencias Sobre la Marcha La Bohemia La Flecha del Tiempo