El Cuaderno de Sergio Plou

     

domingo 15 de noviembre de 2009

Milford Sound

Desde Te Anau hasta Anita Bay con ducha en la cascada de Stirling






      Gritar por la carretera como si te estuvieran persiguiendo deja sin fuerzas a cualquiera, de modo que dormimos como niños hasta que nos dieron las seis de la mañana. Amanecimos con los cristales de la Vampi empañados hasta el punto de que se podía dibujar en ellos y sin ganas de saltar al césped. Llovía muy poco, al contrario que por la noche, cuando se empapó la tierra de tal manera que se formaron charcales alrededor del vehículo dormitorio. Servidor, que mantiene la costumbre de acostarse en bolas, truene o caigan centellas de punta, se me hizo cuesta arriba quitarme el pantalón y meterme en la cama, entre otras razones porque suelo quedarme sólo con la camiseta (la primera piel, que dice Helena), antes de abrir la puerta corredera. Mi compañera sentimental, en días especialmente borrascosos, suele llevar encima siete pieles, sin contar los calzones térmicos que lleva bajo los pantalones. Al observar que el clima resultaba poco benéfico dudó si sería necesario llevarse unos guantes. Nos desplazábamos hasta Milford Sound, donde se crea una fractura entre las placas del Pacífico y la Australiana y se levanta el Fiordland, una región granítica que se creó hace más de dos millones de años.


    Pasaron a buscarnos alrededor de las siete y media de la mañana en un autobús de la Real Journey. La conductora se llamaba Courtz, era una mujer bajita pero recia, con el pelo húmedo de manera perpetua, como si entre sus cabellos llevara escondido un chupón de hielo. La esperábamos bajo el porche de la cocina y vino a buscarnos hasta el camino que se abría paso en el césped, entre los setos de brezo y tras abrir una puerta disimulada en la valla.

    Escogimos los primeros asientos, desde donde se contemplaba el paisaje a la perfección y recogimos a una joven pareja heterosexual de japoneses, un grupo de franceses al borde de la tercera edad guiados por lugareño de enorme paciencia (al que ya nos encontramos en Franz Josef escapando durante un cuarto de hora de su propia manada) y unos cuantos alemanes.

    Salimos de Te Anau a las ocho en punto rodeando el hermoso lago que da su nombre a la localidad sumergidos en una lluvia copiosa. Teníamos por delante casi doscientos kilómetros de viaje hasta Milford Sound. Atravesaríamos el valle del río Ingletes, entre los Montes Livingston y los fiordos que crean los Montes Franklin y Stuart hasta llegar a la Creek Cascade.

    Durante todo el trayecto nos vimos rodeados por una selva que denominan "de baja temperatura", pletórica de helechos y enredederas, hayas plateadas (con unas hojas diminutas en comparación a las europeas), cedros, abetos y unos árboles que llaman "rimus" y que llegan a medir unos cincuenta metros. A medida que íbamos avanzando por una calzada estrecha podíamos ver a ambos lados los rastros que habían ido dejando las sucesivas avalanchas, que podía cerrar el camino durante tres días con enormes pedruscos y todo tipo de arboledas. De los enormes muros de piedra que se levantan alrededor caen las aguas en manantial, formando riachuelos y haciendo brotar maravillosas cascadas. Buena parte de los casi doscientos kilómetros del viajes atrapaban nuestra mirada con continuos borboteos de agua. Los primeros, en Mirror Lake -el lago del Espejo-, de una quietud prodigiosa, creaban una lámina donde nadaban en ese instante una cariñosa pareja de patos negros. Tras cruzar el Lago de Gunn, y según nos acercábamos al circo de Hollyfiord, comprendimos realmente dónde nos habíamos metido.

            A la entrada de uno de los escasos túneles de Nueva Zelanda, que comenzó a horadarse en 1935 y se inauguró -tras el lapsus de la II Guerra Mundial- en 1953, presenciamos el espectáculo de la naturaleza más potente en toda su riqueza: un circo glacial, con sus altos farallones y neveros, las cascadas regateando a escasos metros de los autobuses y los automóviles hasta desaparecer montañas abajo en multitud de corrientes.

    En ese instante caía agua nieve en la zona y, sin embargo, llamó nuestra atención enseguida la presencia de dos cacatúas de grandes proporciones que se subían a los capós de los vehículos, jugueteaban por encima de los autobuses, como si quisieran atravesar el túnel montados en cualquiera de ellos y se mostraban muy amigables con los turistas que, por una gracieta, les recompensaban con algo de comida.

    Una pareja de "keas" -loros alpinos- es algo muy común entre las frías nieves de Fiorland. A la salida del túnel de Hommer, sin ir más lejos, encontramos a otros tantos keas en actitud lisonjera y varios kilómetros más abjo, en el Chams, lo menos había diez. En las cascadas que van formando los ríos que resbalaban desde las cumbre de casi mil setecientos metros hasta las orillas de la carretera, podía verse a los viajeros recogiendo agua en botellas y cantimploras. Tras dos horas de viaje llegamos al inicio del Milford Sound, lugar donde se halla un pequeño puerto con varios buques dispuestos para recorrer de punta a punta el fiordo.


    La experiencia fue bastante impactante. Al salir del muelle, a mano derecha, se encuentran las Bowen Falls, unas cataratas de ciento sesenta metros de caída, en forma de cola de caballo, sobre las aguas del fiordo. Hicimos la travesía por la costa oeste hasta llegar a la Bahía de Anita y al St. Anne Point en medio de un aguacero que creaba impresionantes contrastes entre las cordilleras que acababan en el mar y las aguas interiores, donde se crea un color muy especial, según dicen los entendidos, similar al del té, desconozco si es con poleo o menta, pero caes en arrobo. Estamos ante un marco incomparable -por antonomasia-, algo de caérsele a uno las lágrimas del gusto, sobre todo cuando se aclaró el cielo y el sol, siempre magnífico, conquistó la bahía.

    El Mar de Tasmania se coloreó de azul turquesa, picado y de aguas muy bravas, haciendo que sus aguas bañaran la proa del barco con fuertes sacudidas, dando la impresión de cabalgar sobre las olas. Entramos de nuevo en el fiordo por Dale Point, en la costa del Este, y poco antes de llegar a Las cascadas de Stirling pudimos observar una colonia de focas tomando el sol y bañándose cerca de las orillas. Allí mismo se encuentra la pequeña reserva marina de Piopiotahi, que no llega a 700 hectáreas. Hay que entender que todo el Fiordland mide dos millones de hectáreas, las que constituyen el parque nacional más grande del país.

    Toda la costa estaba plagada de cascadas de todo tipo, desde finos hilillos de agua hasta duchas vaporizadas, pasando por sifones y cataratas, la más espectacular, la de Striling, de 155 metros de caída, nos sorpendió a lo bestia porque el calado del buque permite su proximidad de tal forma quevisto y no visto, nos vimos de pronto con toda la cascada sobre la proa del buque. Literalmente el agua nos cayó a presión encima y tuvimos que guarecernos a todo trapo en el interior, si no queríamos llegar a puerto como una sopa. Es una de las atracciones más características de la travesía por Milford Sound: bañarse en la Striling. Lo único que deberías saber al embarcar es, sencillamente, que vas a ducharte. No podía creerlo, pero así fue. Pensaba que el capitán aproximaría el barco hasta que pudiéramos echar un vaso y beber un sorbito, pero es que la cascada entera se no vino encima de manera arrolladora. Ya colgaré uno de estos días el video, para que os hagáis una idea de lo que hablo.


    Una vez dentro nos quitamos los chubasqueros y varias "pieles", tomamos un café y un té reponedores, y pasamos al lado de las estrías glaciares, cuyos acantilados miden a la canal 300 metros de altura. Terminamos la aventura marítima donde la habíamos comenzado, en el puerto de Milford, tomamos de nuevo el autobús y fuimos recorriendo el Chams, donde bajamos a estirar las piernas en un bosque atravesado por rápidos, sifones y corrientes estrepitosas, donde se abren grietas en la roca y contemplas cómo se abre paso el agua entre una selva tupida y destemplada, fría, pero muy hermosa.

    Si ayer llegábamos a Te Anau como si hubiéramos sobrevivido a un huracán, hoy regresábamos al mismo pueblo, de apenas dos mil habitantes censados —diez mil durante el verano, cuando llegan los meses de diciembre y de enero en Nueva Zelanda—, con una cara muy disitinta, similar de alguna forma a cuando vivimos la experiencia de sobrevolar las cumbres del país y sus glaciares más significativos. Hoy, en cambio, hemos visto la belleza más fría y al mismo tiempo la más selvática. Es cierto que había ya mucha gente visitando este espacio natural, que todavía mantiene una pureza que para sí quisieran muchos paisajes de Europa, pero que podría venirse abajo con el tiempo debido a la saturación. Mañana salimos rumbo al Doubtiful Sound, atravesando el Wiltmot Pass y los Montes Kepler, hasta llegar a Secretary Island. Se trata de una zona más solitaria y virginal, más dura pero más hermosa. Desconozco si podré colgar esta crónica desde un lugar tan abrupto, donde haremos noche en el propio barco. Allí las comunicaciones son por radio o teléfono vía satélite. Estamos hablando del corazón de Fiorland, la naturaleza en su estado más puro. Crucemos los dedos y que la fortuna nos sea propicia.