El Cuaderno de Sergio Plou

      

lunes 21 de enero de 2013

A la parrilla




  Los lugares comunes son tan simples que al escurrirlos se quedan en agua de borrajas. La gente que trabaja de cara a la galería es consciente de que si abre la boca puede cagarla, por eso echan mano de ripios y refranes, creyendo así que llegarán a todo el mundo cuando en realidad no están diciendo nada del otro jueves. Basta con tomar de forma literal sus expresiones. Por ejemplo, afirmar -y a ser posible echándole cuajo y con jeta de circunstancias- que pondrías la mano en el fuego por otro ser humano, del que previamente has loado sus virtudes y narrado sus hazañas, está tan pasado de moda que resulta increíble. Podría tener sentido en plena Edad Media, cuando este tipo de juramentos conducía, efectivamente, al abrasamiento del sujeto. La Inquisición empleaba entonces la fogata como una fórmula de juicio divino y la inocencia dependía de la lluvia o de factores imbéciles, porque al fin y al cabo los seres humanos no somos de amianto y ardemos con facilidad.

  Nadie en su sano juicio está dispuesto ahora a quemarse vivo por otra persona, de modo que se emplea la expresión en un sentido figurado. Ni por asomo piensa el acusado que un gracioso aparecerá de pronto con unas brasas dispuesto a probar su resistencia al dolor. Así que soltamos el ripio con desparpajo, a sabiendas de que no existe obligación de achicharrarse, y nos sobramos con el énfasis, como si quisiéramos realizar un conjuro o nos fuera a poseer una entidad incandescente. En el peor de los casos, si se demostrase que aquél sujeto al que rendíamos culto por su honradez era en realidad un miserable, quedaríamos exentos de realizar la prueba del fuego. Desde los tiempos de Hammurabi no aplicamos los contextos de una forma literal, sin embargo todavía actuamos en referencia al atavismo. Por eso la credibilidad de quien profiere semejantes leyendas sobre una tribuna pública se ve muy mermada cuando yerra. Pero no muere en el empeño.

  De hecho hay gente que se pasa la vida poniendo la mano en el fuego por otros a los que ni siquiera conoce, intentando camelarse a sus interlocutores con una pobre soflama y esperando de este modo convertirse en Viriato, ejemplo de un líder que responde ante sus huestes. En fin, cuando escuchamos este tipo de frases en boca de los jefes, el simple entendimiento nos induce a creer que el sujeto va de farol y que en ausencia de mejores argumentos, ya sea por impericia, buscando la huida o no habiendo sido capaz de hallar en su cerebro un recurso más magro, acaba por ampararse en sus propias chichas. Esta mentalidad de ofrecerse en sacrificio ante la plebe no me demuestra un nabo.

  Comprendo que la política, comparada con una verdulería, tiene el mismo valor que esas pelotas llenas de agua que tildan de tomates. Son colorados y llevan una mata verde, pero su olor y su sabor han desaparecido. Tan solo son un recuerdo de lo que fueron, igual que esta democracia de invernadero. Dentro de la degeneración y en aras de caer completamente por el precipicio, los jefes tendrían que apostar decididamente por lavar su imagen cumpliendo su palabra al pie de la letra y a ser posible elevando el listón. Digan ustedes que van a hacerse el Camino de Santiago de rodillas y que van a crucificarse después en el Monte do Gozo. Apuesten por su honradez y la de sus colegas con algo más de decisión. Si de verdad piensan que en su partido político no se repartieron fajos de billetes y están dispuestos a poner la mano en la parrilla, pónganla ustedes de verdad y déjense de historias. Resultaría más emocionante y lo mismo despiertan en el gentío un ápice de interés. Lo demás, lo que estamos contemplando ahora, es un pasatiempo si lo comparamos con lo que realmente podrían ofrecer.