El Cuaderno de Sergio Plou

     

miércoles 11 de noviembre de 2009

Aguacero y solana en Paparoa Range

Hasta Hokitika por Greymouth y Punakaiki






      Viajar es sacrificado, pero detrás de cada viaje se esconde una aventura. Despertar en Charleston, aldea de apenas doscientas almas -pescadoras todas ellas, no cabe duda- es como levantarte del camastro con un pez en la boca. Los hombres huelen a pez, las cañas y los carretes de nylon se ven al lado de las caravanas y los remolques, en la cocina existe una sinergia extraña que merodea alrededor del pescado desde tiempos inmemoriales . O sea, cuando la memoria iba naciendo en las Antípodas allá por el siglo XIX, que el país es un bebé. Se observa con claridad en las fotos viejas que hay pegadas a la entrada, en la propia cocina económica -y no me refiero a barata- que preside la sala de comidas, desayunos y almuerzos, en los periódicos (sobre la pesca de la trucha) y en la cadena de televisión que un lugareño tenía encendida mientras se preparaba el breakfast. En la tele ponían un concurso de pesca, y eso que no eran más que las 9,30 de la mañana de un miércoles (las 21,30 del martes allá en casa). Tanto pez me ha obligado a preguntarme por el estado de salud de mi acuario, que vigila uno de mis hermanos de forma semanal, aunque la interrogación me ha durado poco. Una parejita heterosexual de alemanes -desconozco la razón por la que sólo coincidimos con alemanes en los nuestros extrafalarios horarios alimenticios, no es la primera vez que compartimos la cena o las tostadas del café con algunos germanos por estas tierras- se hacían arrumacos y tonteaban frente a una mesa de madera mientras un sujeto bastante grande, barrigoncete y calzado con unas botas de caucho verde, que le llegaban hasta los muslos, se acababa de preparar unas tostadas y unas gachas.


    Nuestra decidida irrupción en la cocina fue desmarcando al hombretón hacia un flanco, donde parecía sentirse más a gusto. La habitación era grande, sin embargo, ante la presencia de dos parejas extranjeras (hablando cada cual en su idioma y compartiendo el inglés de vez en cuando), lo colocó de inmediato en fuera de juego y ocupó una mesa más alejada, donde se puso a estudiar el periódico para tomar apuntes de la zona. Bueno, nadie hace algo semejante, pero cuando te sientes incómodo disimulas con cualquier cosa. Este era el caso de nuestro pescador calvo y tripudete que acabaría saliendo de pesca con un compatriota suyo en un 4x4 de los caros, porque los pescadores de la zona, por lo que se ve, gastan buenos coches. La meteorología estaba muy dispersa, nublada y renqueante. Amenazaba lluvia a capazos. De hecho, al asomar la cabeza por la ventanilla de la furgoneta, que sigue sin ser bautizada, cosa rara en Helena, dado su contumaz animismo con la maquinaria, enseguida comprendí que, por la noche, había caído una soberbia rosada. Los cristales estaban empañados y de mi boca salía vaho cuando hablaba, si es que a esas horas los seres humanos hablan y no dicen simplemente tontadas. Al acabar el desayuno y visitar los retretes, donde merodeaban unos mosquitos del tamaño de medio dedo pulgar (asesiné a dos contra la puerta del retrete mientras hacía mis cositas en la taza), comenzó a jarrear con ligereza aunque de forma desapasionada. Rompía a llover y luego se paraba de repente. Helena aprovechó que desmontábamos el avance -debería decir mejor el retroceso, o la tiendecilla, que adjuntamos a la caravana- para contarme que había apaleado una cucaracha rubia voladora que había caído del techo en similares circunstancias a la matanza que había provocado un servidor en el váter. No hay nada como la camaradería de pareja, si bien -en algunas ocasiones- parezca poco romántica.

    Una vez precisado el itinerario que íbamos a llevar y dentro ya del vehículo, comenzó una tormenta tropical -aunque fría y destemplante- que nos hizo poner en acción los limpiaparabrisas , cuya utilidad, hasta el momento, no había sido otra que limpiar los manchurrutones que provocan los insectos al morir contra la luna en la carretera. La salida de Charleston, donde la única música que se oye es la que trae cada cual de su casa, pues la radio -como el móvil- no llegan tan lejos en su radio de acción, fue decidida pero pasada por agua. Nos despedimos lloviendo y salimos a la Road Six, que los neozelandeses pronuncian Sex, rumbo a Greymouth nadando. Temí por los abueletes que se habían ido en el 4x4 muy ufanos pensando en el clásico refrán de que a río revuelto ganancia de pescadores, pero luego pensé que tal vez la pesca fuera una excusa para irse a tomar unas cervezas negras a otro pueblo y que a estas alturas de su vida tendrían claro el tiempo que iba a hacer en las próximas horas, aunque nosotros no tuviéramos ni repajolera idea del futuro que estaba por venir. Es decir, del porvenir.


    El porvenir, a la altura de Tiromoana, a escasos veinte kilómetros del punto de partida, era francamente penoso y sin embargo las vistas, al otro lado del cristal y mientras arreciaba el aguacero, era de una belleza insultante. La vegetación, ante la proximidad del Paparoa National Park, comenzó a confundir los grandes helechos neozelandeses, las pangoas y los kauris, con unas palmeras que no habíamos visto nunca. Estas palmeras surgen de un tronco elevado y negro formando una cebolleta sobre la que se despliegan las hojas. Las palmeras y los helechos se mezclaban con los pinos y el césped, de un verde rabioso, hasta formar selvas a ambos lados de la carretera, donde apareció de repente un kiwi, según afirmó Helena, en la misma cuneta, como si hubiera estado en su ánimo por un instante, cruzar al otro lado y al darse cuenta de que venía una furgoneta de frente, rápidamente escapó por patas -los kiwis no vuelan- bajo la espesura. A partir de ese momento el paisaje se confundió con un mar abierto encastillado de peñas e islotes, gris como el plomo y apalstado por unas nubes densas que no dejaban de arrojarnos agua encima. Era una lástima, porque los repechos, las cuestas y las curvas, en mitad de la lluvia mostraban unas panorámicas de quitar el hipo. Así que nos calzamos los chubasqueros y en varias ocasiones hicimos una parada para asomarnos al balcón de la naturaleza como unos animales del montón, dejando que la lluvia nos empapara un poco para observar el mar, la selva que se deslizaba hasta el asfalto desde los Montes de Paparoa Range hasta las orillas del Mar de Tasmania.


    Llegamos a Panakaiki, donde se encuentran los bufaderos del Parque Nacional y Las Cuevas de las Galletas (Pancake Rocks). Hicimos la visita de la zona tras echar al coleto un café, por mi parte, y té para Helena, compañera sentimental, compartiendo el mítico muffin -esta vez relleno de chocolate con frambuesas- y comprobar, como es habitual, que era difícil subir la crónica del día anterior por internet. Internet, para los comerciantes, se reduce a revisar el correo electrónico y hacer un poco el tonto con el ordenador. Si quieres algo más, te lo montas como puedas. Mientras compartíamos el redesayuno y cogíamos el paraguas, dejó de llover en plan torrente y comenzó a dejarse ver el sol, con timidez al principio, y según avanzábamos hasta Hokitika con más categoría, hasta adquirir el rango de solana bien entrada la tarde. Punakaiki tiene cierto parecido con los Hervideros canarios, sólo que las piedras de los farallones se hacen jirones en Nueva Zelanda, se apizarran en lascas hasta construir edificios de arpillera pétrea, que sobrevuelan las golondrinas para hacer sus nidos entre la maleza que se engarza en los mismos. Es tal el prodigio que se forman caprichosas estructuras, donde la peña puede crear formas similares a leones, peces, maoríes sonrientes o enfadados, y en fin, todo lo que le plazca observar al que mire.


    El espectáculo del West Coast, las playas interminables y los roques que se abren en arrecifes frente a la arena, se fue perfilando a lo largo de la carretera desde Punakaiki hasta Greymouth, la segunda capital de la zona y con nueve mil habitantes censados, donde aprovechamos para cargar el depósito y hacer la compra. Desde allí y masticando un kiwi-me refiero esta vez a la fruta, no al animal-, que por cierto no tienen mucho que ver a los que comemos en Europa (la variedad Gold es en verdad deliciosa) fuimos acercándonos hasta Hokitika, donde había en tiempos remotos una cuantas minas de oro y actualmente se trabaja el Greenstone y el Jade. Paramos en un cámping donde nos pegamos un jacuzzi privado de auténtica ovación. Hay que ir preparándose para los Alpes, cogiendo calor como se pueda y descansando las neuronas antes del impacto con el frío helador. Mañana, si sale buen tiempo, llegaremos al Franz Josef, uno de los glaciares más importantes de Nueva Zelanda, casi a las faldas del Monte Aspiring y el Cook, la cima más alta del país. Pero eso será mañana. Hoy hemos aprovechado para hacer la colada, mojarnos al aire libre por el camino y destensar los músculos en el spa.