El Cuaderno de Sergio Plou

     


domingo 7 de agosto de 2011

Como una centella




    Me acabo de mirar al espejo y resulta que no soy barbilampiño. Rara vez he dado a mis mofletes el tiempo justo para descubrirlo, pero calzarse veinticinco kilómetros diarios o más te insensibiliza hasta el extremo de comprender que un ser humano, bajo las condiciones oportunas, puede retroceder hasta la edad de piedra sin ningún complejo. Soy de esa generación educada en el afeitado diario, como si los hombres, aparte de afeitarse, poco tuvieran que hacer, de modo que si abandonan el hábito y comienza a salpicar su rostro un indisciplinado ejército de minúsulas canas, ofrece la imagen poco respetable de un vagabundo.

    Entre un vagabundo y un peregrino es complicado establecer distancias, aunque he descubierto que las más aparentes dibujan la silueta de una persona con sombrero de paja, palitroque en la mano y aparatosa mochila golpeándole en los lomos. No conozco a ningún vagabundo al que aclamen por las carreteras, ni siquiera que estimulen su lóbulo frontal mediante repetidos pitidos de claxon. Como soy un ingenuo interpreto los bocinazos a modo de impulso —persistiendo en la heroicidad— aunque sólo sirva para congraciarme con los ancestros, cuando la única manera de desplazarse entre las cavernas consistía en reventarse las pezuñas pateando los pedruscos. Ahora calzamos botas, pero te destrozas las plantas de los pies en un sacrificio tozudo, comparable tan sólo a la insania que se desata durante las rebajas. Vivimos una época donde todavía es posible andar mientras te adelantan automóviles, motos, camiones, trenes e incluso caballos. Contemplas atónito cómo te sobrapasan los tractores y las bicilcetas, las sargantanas, hormigas y hasta mosquitos, los cuales te obsequian con un mordisco en el antebrazo o los gemelos para darte ánimos.
Pozo en Cortes de Navarra

Camino de Calahorra



    ¿Es el placer la ausencia de dolor? ¿Es el dolor la búsqueda de un placer idiota? Tumbado sobre la piltra del albergue de peregrinos de un tal san Francisco, sito en la localidad riojana de Calahorra y más concretamente en el barrio de la judería, cuyo hábitat está acrisolado de razas árabes y gitanas, a los que se unen un puñado de payos y escasos turistas, escribo la presente crónica con semejantes preguntas acordonando mis ideas. Una vez concluida la sexta etapa, me someto al descanso como quien se labra un porvenir y espera vivir de rentas. Sabiendo que mañana sonará de nuevo el despertador. El parte meteorológico auguraba lluvias con una probabilidad del cincuenta por ciento, chiste que interpretamos como una percepción extrasensorial, porque la única agua que tuvo a bien caernos encima durante el tránsito nos duchó ayer y provino del riego por aspersión que desbordaba las cunetas, la cual recibímos como si fuera el maná. A más de treinta grados a la sombra, una sombra imposible de encontrar cuando se atraviesa la Rioja entre vides y a la una de la tarde. Entonces, los aspersores que difuminan de lluvia el camino parecen dibujar espejismos en el horizonte y no te crees que está lloviendo hasta que recibes en la cara una bofetada de agua fresca. Estas situaciones no sólo endurecen el pensamiento, las gónadas también se contraen.

    Mantener una relación sexual tras una experiencia mística representa tal sobresfuerzo que en sus mejores momentos se antoja un combate de lucha grecorromana en versión geriátrica. Lo mismo buscas vituallas o das un tentón a la botella de agua más próxima que inauguras músculos ignotos, hasta entonces escondidos en recónditos extremos de tu propia anatomía. La pelea contra las ampollas plantares, la quemazón solar (que ya ha tintado mi piel con ese soberbio bronceado de andamio) y los apasionantes calambres, tirones y agujetas, que llegas a descubrir hasta en los pómulos, te hacen sucumbir hasta pedir clemencia. Después de una soba perfecta sólo cabe la vida vegetal. Si te polinizan entras en un estado preagónico. Basta una semana para apreciar el gusto hermafrodita. Estoy convencido de que los veteranos, cuando hablan del ambiente jacobeo, no aluden a este suceso, pero es lo que hay. Menos mal que ya he perdido algo de masa. Y no me refiero a la encefálica.