El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 27 de octubre de 2009

De Londres a Auckland




AUCKLAND

ZARAGOZA

       Una cosa es lo que quieres y otra distinta la realidad. En el aeropuerto de Zaragoza nos esperaba la compañía aérea del señor Ryan con su habitual «delayed». La vida se retrasa cuando necesitas que apure, menos mal que pudimos disfrutar con las desgracias ajenas de un chaval que, en la misma cola de la aduana, antes de embarcar, nos preguntó a bocajarro: «¿ya habéis viajado vosotros?» Mi compañera sentimental y un servidor nos miramos a los ojos sin saber exactamente a qué se refería el joven, un mocetón de aspecto desgarbado, trazas de treintañero y vestimenta adolescente que, con apuro e incredulidad, nos comentaba si valdría para cruzar la aduana con presentarle al guardia el carné de conducir. Pensaba de esta forma entrar tan ricamente en el avión y a otra cosa mariposa. Como no pudo ser, estuvo llamando por el móvil a todo quisque buscando un alma caritativa que le trajera a toda pastilla el documento de identidad. Estuvo el zagal una hora larga mostrando su aplomo frente a la garita policial, charlando amigablemente con los picoletos y el madero de turno que, al atendernos, puso su mejor cara de sorna e intentando contemporizar con nosotros comentó: «en pleno siglo XX, y esta gente no se entera de la documentación que debe llevar encima». Olé su gracia. Un policía que no sabe en qué siglo vive se encarga de sellar los pasaportes de unos despreocupados viajeros que pretenden corretear por Europa presentando un simple carné de conducir. ¿Y por qué no? ¿Acaso hay que llevar un tarro de vaselina en la mano cuando te obligan a poner las nalgas?

    A eso de las once y media —muy pasadas ya — el avión de Ryanair puso por fin rumbo a Londres y para entonces tenía un servidor la cabeza como un melón de piel de sapo. A la una y cuarenta de la madrugada nos presentamos en Stansted, en el quinto guano de la capital británica, y tardaron alrededor de treinta minutos en colocar la escalerilla del avión. Supuse, irónicamente hablando, que los viajeros que pretendían coger el vuelo de vuelta a casa estarían empujándola con sus propios lomos cuando el capitán de la aeronave nos ofreció una explicación tan plausible como la mía, tal vez mejor. Habíamos llegado tarde y se había colado de rondón en nuestro aparcamiento otra caja de chapa con alas. O sea, nos habían quitado el sitio. Cuando les apeteció levantarnos el castigo eran las dos —la una en United Kingdom—, había que pasar la aduana de los ingleses y pillar un autobús hasta Victoria Station para llegar al Georgian House, donde teníamos reservada habitación para unas horas. Mi cebolleta era una sandía pletórica de perdigones cuando entramos en el dormitorio, aproximadamente a las tres, y a las nueve debíamos estar en pie y funcionando en la cafetería para abandonar los aposentos a las diez en punto. No pegué ojo, y eso que me hice una tortilla de aspirinas antes de meterme en la cama. Llevaba encima un cambio de hora sobrenatural, un resto de serie en las cuencas, en suma un no existir cuando, sin comerlo ni beberlo, sonó el despertador y volvimos a la carga.

    El desayuno fue raro. Café con leche y tostadas. Café con leche de broma y ridículas tostadas troceadas por la mitad. A mi derecha, entre tanto, unos imberbes se estaban jalando unas gachas, espectáculo que revuelve las tripas a cualquier hispanoparlante, sólo que a mí, con la frente todavía significativamente distorsionada por el impacto de volar con el señor Ryan, cualquier palabra que se pronunciara en aquella falsa cafetería se me antojó un criptograma. El idioma inglés nunca ha sido mi fuerte, lo reconozco. No es que no lo entienda, si vale la excusa, es que no lo comparto. Sólo quería ver los tópicos de Inglaterra, desde El Thames —el río Támesis—, con su Big Ben y su parlamento, con su noria gigante (Eye of London) y el puente de la Torre, que rara vez se levanta cuando pasan los barcos grandes. Si además podía cruzar por debajo aplaudiría con las orejas, si para entonces la mollera no se me hubiera convertido ya en una simple bola de sebo.


    Decidimos hacer el trayecto entero de la mejor manera posible: andando. Los kilómetros, que los ingleses cuentan por millas con el mismo empecinamiento que se empeñan en circular por la izquierda, me dejaron los pies igual que patatas bravas. Fue mano de santo. Desconozco el santo pero funcionó y a eso de las siete de la tarde me sentía reconfortado.Habíamos visto El Globe, o al menos la reconstrucción del teatro de Shakespeare, pudimos sentir la magia de 1599 entre sus maderas y aunque fue imposible subir en la noria del Támesis nos paseamos por el río en un ferry. Llegué muerto al hotel para coger las maletas y salir corriendo al aeropuerto de Heathrow. Fue todo miel sobre hojuelas. El metro estaba en obras y no hubo manera humana de llegar con este medio de transporte, así que una hora más tarde y a trompicones levantamos las manos -en señal de atraco- y pillamos un taxi. Nos soplaron sesenta libras pero alcanzamos a tiempo el avión a Singapur. Hoy, aunque parezca mentira, estamos en Nueva Zelanda. En la foto de arriba se me ve arribando al «sky line» de Auckland gracias al ferry que lleva desde Devonport a la Down Town. Y en la foto anterior, Helena comprueba el confort de nuestra cama en la caravana desde la que ahora escribo estas líneas, aparcada en el camping de Takapuna Beach.