El cuento de nunca acabar
Crónicas
© Sergio Plou
viernes 17 de octubre de 2008

    Siempre fue así, tampoco puedo llamarme a engaño, pero es más largo que una teleserie norteamericana sembrada de anuncios. Lo peor es que no concibo el desenlace. El vecindario lleva una eternidad a la greña y cuando tuve la dicha de caer entre estas cuatro paredes todavía disfrutaban de cierta juventud. La lógica abstrusa impregnaba sus salidas de tono. Cada una de sus acciones era masticada desde los odios más ancestrales para diluirse después en sabrosos ridículos y las relaciones entre dueños e inquilinos daban pábulo a todo tipo de conjeturas, que se retroalimentaban hasta la extenuación. Insondables reyertas rellano por rellano, lanzamiento de fregonas al lucernario, subversión a la hora de sacar el cubo de la basura... El orden de los factores no alteraba el producto.
    La pelea actual es tan rancia como entonces, pero la edad subraya ahora cada uno de los episodios con tal aureola de patetismo que su sola mención provocaría pavorosas subidas de azúcar en cualquier geriátrico. Ayer mismo tuve conciencia del melodramático rumbo que iban tomando los acontecimientos cuando, recién caída la noche, se le agarrotó el dedo índice de su zarpa derecha al teleñeco más alto, al que todavía le rige la quinta parte del cerebro y la mitad del aparato locomotor, en el timbre de mi «loft» baturro. Fue un timbrazo intenso, profundo e interminable, de los que no se suspenden hasta que abres la puerta o se quema el dispositivo produciendo la electrocución del usuario. Como no gozo aún de poderes adivinatorios, ni se me ha ocurrido tampoco instalar un incinerador de materia, supe que era el hermano mayor de mi oloroso vecino de arriba por el método tradicional. O sea, clavando el ojo en la mirilla.
    Como el plafón del rellano nunca luce, me vi obligado a colocar un chivato cuyo interruptor resulta inaccesible a los vecinos, porque está dentro de mi casa, y que proyectó sobre el teleñeco cien vatios de luz halógena. La iluminación espectral no amilanó su conducta sino que la renovó con vigorosos ímpetus. Hasta que no tuve una prueba visual de su errática presencia, especulé con una nueva irrupción de la policía municipal, que casi siempre se presenta por estos pagos intentando resolver una denuncia entre los propietarios de los inmuebles. Entraban también en el bombo los temibles encuestadores, que a medida que se acentúa la recesión económica se dispersan entre los portales de mi calle a la caza de los incautos. Tan plastas como los agentes, si no más, suelen emplear tácticas menos abrasivas al primer contacto de ahí que me cupiera la duda de si los transilvanos, los que faenan en la ortopedia —estoy convencido— levantando allí un burdel de categoría, podrían ser capaces de avisarme con cierta antelación de sus aviesas intenciones. Tal vez se proponían fabricar una escalera de caracol que conectase el sótano con mi dormitorio. Igual se les fue la mano al instalar el aislante del techo, justo bajo mi acuario, y venían corriendo a evacuar el entresuelo. Resultan tan imprevisibles los transilvanos que nunca soy capaz de anticipar sus movimientos. En pleno concierto de radial, por ejemplo, justo cuando intuyes que van a entrar las brocas, aplazan el stacato final con un repentino silencio que desemboca de pronto en un alarido horripilante. Pienso que se han rebanado el pescuezo y se me hiela la sangre. El grito entonces se desplaza en bucle por la escalera hasta rebotar en el plafón de mi vivienda, cuya bombilla nunca funciona, luego hace masa en mis encías y la irritación no se desprende de allí hasta que un nuevo suceso, ya sea la melódica sinfonía de los martillos pilones, la inusitada aparición de un taladro de pistola o la decisión de emprenderla a plenitud de mala hostia contra una de las vigas maestras mediante una barrenadora, termina por devolverme de nuevo a la normalidad decibélica. Es como si en un bombardeo la simple llegada de una tregua augurase la hecatombe definitiva y según mis cálculos, a las ocho de la tarde, era ya improbable incluso que los vendedores sin escrúpulos de las sectas dedicadas a la telefonía movil pulsaran el timbre de mi domicilio. Y menos con la misma inquina que caracterizaba las persistentes e imprevistas llamadas de mi padre, que en gloria esté.
    En estos momentos de tensión suelo envidiar la facultad de hacerme invisible. Con semejante impunidad podría atravesar la puerta y meterle un par de collejas al anciano. Con fortuna y gracias al capón, esas orejas enmohecidas, que apenas registran sonido alguno pero que el teleñeco transporta a ambos lados del cráneo favoreciendo la simetría de su idiotez, abrirían sus tímpanos al guirigay procedente de mi propio domicilio, donde un servidor escuchaba en ese preciso instante una banda de gaitas escocesas a volumen considerable. Sólo las gaitas consiguen transportar mi chakra al lado más pacífico de Europa, olvidándome así de que la orquesta de Drácula podría estar ya tomándose el bocadillo o haberse ganado un descanso tras su agotadora jornada. Llevaría dos minutos largos el abuelo, completamente imantado al botón del timbre, que no tuve más remedio que abrir la puerta. Entró de un golpe, como si la inercia de su cabreo le obligara a catapultarse, hablando a voces consigo mismo y preguntándose por las tuberías. Habían organizado para hoy una asamblea general extraordinaria y acababan de cortar el agua por miedo a una rotura general.

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