El futuro ya está aquí
sábado 14 de junio de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    ¿Cuándo voy a ir a la Expo? Esta es la constante pregunta que siempre respondo de la misma forma: cuando la terminen. Igual a primeros de julio hago la primera visitilla, para ver si la rematan y ejercer así de anfitrión cuando vengan las amistades. Ahora todavía está muy verde. Los cagaprisas, a los que les encanta desgranar los finales de las películas, irán los primeros días para contarte con todo lujo de detalles cómo son los peces de colores y si de verdad reparten kawa-kawa en el pabellón de las islas del Pacífico. Se trata de esperar que amaine la avalancha de zaragozanos impacientes y cotillas para echar un ojo con calma y ponerles nota a los jefes, que ayer se corrieron un canapé de lujo al aire libre mientras soplaba un cierzo de chupa y boina. Que se joroben. ¿Y qué tal la inauguración? Bah. Otra pregunta impertinente pero habitual en estos eventos. ¿Qué vas a decir? Pues corrientita. Desde las olimpiadas de Barcelona no se ha visto nada nuevo. Vivimos en la reiteración de los estrenos, todos los cromos son repes. El estatismo de las «criaturas marinas», el rollo patatero de los discursos, la izada de los trapos —himnos incluidos— y el show de Belén Rueda, la presentadora, a la que sin duda le faltaba un valium, tuvieron su puntito. El derroche multimedia de gotas de lluvia, gotas de río, gotas de mar y hasta de fuente culminaron en el cántico de la hija de la Caballé, donde eché a faltar al hijo del Mercury, si es que existe. Me dejó de un aire la salida en tropel de los joteros para rematar la faena, pero supongo que era inevitable sacarlos. Sin jotas no hay espectáculo baturro. Sin castañuelas no se disfruta el españolismo. Se agradece que fuera breve la irrupción, pero como la tonadilla de la Expo carece de letra resulta imposible de reprimir y te ves cantando por lo bajinis la apoteósis de «Barcelona, Barcelona». No creo que sea pues muy popular este himno ni que al final lo cante nadie, salvo que nos lo metan hasta en la sopa y se nos cuele en las gónadas, que todo se andará. Reconozco, eso sí, que la épica estuvo lograda. Al derroche de medios audiovisuales le faltó sin embargo el inevitable holograma salvaje revoloteando sobre el público vip allí reunido, alrededor de cinco mil fantasmillas. En aras de romper la barrera del escenario e involucrar al televidente conviene ampliar la imaginación y gastarse los cuartos en nuevas tecnologías. Y cuando digo nuevas me refiero a las últimas, no a las que creemos que son nuevas. Es la diferencia entre parecer nuevos ricos y serlo realmente. Los que de veras tienen pasta invierten en innovación, no se limitan a copiar. A la hora de desarrollar la idea y levantar un espectáculo medianamente ensamblado y con vocación europea, se quedaron en el intento naif de epatar por bombardeo. El conjunto tenía aires de proyecto fin de curso, y ya lo siento, porque esperaba más. Con la pasta que se ha echado en inaugurar el «cotage», lo que ocurría en el escenario y las imágenes de fondo era como poner a Benny Hill en la Estación Espacial Internacional y esperar que tuviera gracia. Demasiado contraste para las neuronas. Después vino un intermedio donde cabía cenar, irse de copas y volver a conectar la tele para ver si empezaban los fuegos de artificio. Es ahí, en los fuegos, donde el alcalde se lució hasta el llanto. La Torre del Agua parecía el Coloso en Llamas. Las riberas del Ebro se me antojaron Bagdad cuando los yanquis dejaron la ciudad hecha una brasa. ¿Cuánto costó aquello, madre mía del alma, si desde la plaza de san Francisco temblaban las ventanas? Vi correr los millones de euros en billetes de cien a medida que un fulgor radiactivo hacía brillar Ranillas, más tarde el Actur entero y después las riberas hasta el fogonazo final, un destello blanco como la leche, un flash inconmensurable que dejó completamente ciega a Zaragoza durante unos segundos y con ella a sus arcas municipales, que no levantarán cabeza tras esta traca nuclear hasta dentro de varios años. Gracias a la fotografía atómica, como si el dios de los cristianos hubiera sacado la polaroid o las gentes de Andrómeda vinieran a visitarnos, tuve la sensación inequívoca de que el futuro ya está aquí. Más o menos junto al presidente de Andorra, que al lado del Rey, fue el único jefe de Estado que vio «in situ» tan fabulosa ignición.

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