El ombligo del mundo
Crónicas
© Sergio Plou
martes 29 de abril de 2008

     Me he metido en varios berenjenales, no lo puedo evitar. El más evidente me ha supuesto cambiar de ordenador, porque con el portátil me estaba quedando ciego y ahora tengo en casa un trasto potente, de los que permiten subir y bajar las páginas que estáis leyendo sin necesidad de acabar contra la red de mi nula paciencia. Una pantalla de diecinueve pulgadas me anima a escribir con mayor comodidad, sin la obligación de estampar mis cristalinos en el aparato, y los cuatrocientos gigas de memoria que tiene en el capazo constituyen una formidable biblioteca, de modo que no tengo que cargar los lápices constantemente ni grabar cedés para evitar que se me cuelgue el juguetito cada dos por tres. O sea, que el nuevo bicho es una máquina deliciosa. Pero como la felicidad jamás es completa resulta que no me habla. Suelta un siroquillo constante y sahariano por las rendijas de ventilación de la «CPU», que es lo más parecido a un cuerpo en materia de computadores. A diferencia de los humanos, el suyo es semejante en aspecto y tamaño al cajón donde guarda mi madre la cubertería, aunque desconozco si dentro se esconden los mismos utensilios sospecho que son de otra pasta y que no sirven para comer. El caso es que no me habla, que he cruzado el umbral de la pérdida de visión para instalarme en la sordera y que he tenido que volver a la tienda donde lo compré para que me dijeran si es que está enfermo o nació roto. Me han dicho que no a las dos conjeturas. El diagnóstico se centra en que sólo tengo un problema con los «draivers».
     —Es posible que con las prisas se hayan olvidado de instalar los draivers —indicó muy amable la señorita tras el mostrador—. Pero es tan sencillo que usted mismo puede resolverlo.
     Su delicadeza a la hora de llamarme idiota, me hizo comprender la magnitud del entuerto. Bastaba con encontrar en la caja de transporte el cedé que soporta la instalación del audio, tomarlo entre mis manos como si se tratara de una hostia consagrada de notables proporciones, introducirla en la boca del soberbio cajón de los cubiertos que me había comprado y seguir las instrucciones que irían apareciendo en la pantalla. Hasta yo mismo me sentí capaz de componérmelas sin ayuda. De hecho no tuve el menor conflicto con las tareas manuales, incluso pulsé varios «siguientes», tal y como me ordenaba el animal. Pero los jodidos draivers resultaron ser vagos o maleantes pues a la hora de concluir la susodicha instalación encontraban siempre un fallo, un error, cualquier sandez que les impedía colocar el sonido en su sito, quizá junto a las cucharillas del café o los tenedores del postre, ellos sabrán dónde deben de guardar el audio para que yo pueda obtener otra canción que no sea el murmullo del aire que ventila los pulmones de este cacharro. Tal vez los draivers, esos extraños sujetos infinitesimales, pierdan el tiempo haciendo patinaje artístico por los cedés de instalación y acaben perdiéndose o se vayan de copas, obligando con su ineptitud a que acuda el dueño a la tienda en busca de auxilio.
     —Que los draivers se niegan — le dije nada más entrar —. O han perdido el juicio, no sé qué es peor.
     —¿Les ha gritado usted? —preguntó con cierta ironía.
     —No me advirtió que fueran tan sensibles —repuse—. Para motivarlos recuerdo haberles cantado el alirón.
     La señorita inclinó la cabeza a ambos lados y apretó los labios. Acto seguido se puso las gafas, pilló una libreta negra que guardaba en el aparador y tomó nota.
     —¿Estará mañana a eso de las diez en su casa? —indicó—. Seguramente no será nada, pero conviene que acuda el técnico y eche un vistazo.
     —Si preparo un tortilla de ajetes, igual se animan...
     —Casi mejor, déjelo — me interumpió la señorita llevándome la corriente —. Los draivers son muy temperamentales, ¿sabe? Se creen el ombligo del mundo y no han de ser por fuerza ovolácteos ni vegetarianos.
     —A nadie le amargan unos bombones — pensé en voz alta.
     —Pues no sabría decirle —contestó levantándose de la silla hasta emerger de cuerpo entero sobre el mostrador. La noté preocupada. Algo tensa. Se llevó el bolígrafo a los dientes y mientras buscaba una solución se fue encaminando hacia la puerta. Esta circunstancia, de una manera automática, me empujó a seguirla y frente al escaparate de la entrada entornó la hoja de cristal y se sacudió la falda con parsimonia. — Yo, personalmente —continuó bajando la voz — dejaría los draivers en manos de un profesional, ¿me entiende?
     Torpe y sin remedio, me llevé un par de condescendientes palmadas en el lomo.
     —¿Me permite un consejo? — preguntó. Yo asentí quejumbroso—. Sáltese usted el régimen, de verdad, le conviene darse un capricho. Se lo digo por experiencia.
     Y cuando quise darme cuenta estaba con las orejas gachas y de patitas en la calle.

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