El rancio aroma de siempre
Crónicas
© Sergio Plou
jueves 15 de mayo de 2008

      Leyendo el último artículo de Javier Marías, el pasado domingo en el semanal de El País, reconozco que me dejó frío. No es la primera vez que leo e incluso que escucho este tipo de tonterías a propósito de los géneros y de la manera más adecuada de escribir en castellano. Es verdad que algunos pensamientos carecen de acepciones en nuestro idioma y que otros se muestran tan prolijos que reflejan multitud de entradas en el diccionario. Cada cual, de forma inevitable, se retrata cuando habla o escribe, y a mi juicio es de agradecer porque gracias a las opiniones sabes a qué atenerte con las personas. Por ridículo que resulte emplear arrobas o caer en pesadas reiteraciones para referirse a las mujeres o a los hombres sin discriminar a nadie, somos libres de hacerlo o pasar completamente a otro asunto. A mí, de hecho, no me apasiona aburrir al personal con estas menudencias pero como no soy un purista del lenguaje ni me considero políticamente correcto, tampoco albergo la menor esperanza de llegar algún día a sentar mi pequeño culo en un confortable sillón académico. Estoy perfectamente incapacitado para plantear serias dudas en cuanto a gran número de expresiones machistas o xenófobas, sin embargo tengo boca y no sufro de esclerosis en los dedos, así que puedo garabatear al respecto lo que me venga en gana. Como todo quisque. Otra cosa es que me lean cuatro mujeres y no cuatrocientas mil, a las que sin duda pretenderá tan consagrado escritor sacar de sus casillas. No me cabe duda de que le pondrán a caer de un burro con infinidad de cartas al director, que seguramente es lo que busca para darse cuartelillo y encadenar así varios artículos de temática similar. Él mismo con su mecanismo y allá se las componga, pero me viene a las mientes, con tan sesuda polémica en torno a los sexos y a la corrección idiomática, el comentario que me largó un desconocido peruano en el aeropuerto de Cuzco. El interfecto tendría canguelo de subir al avión o intentaba hacer amistad conmigo durante el vuelo, el caso es que me entró con una machada ridícula sobre el uso del masculino plural durante una conferencia mayoritariamente femenina. Aquél sujeto ignoto, bajito y rechoncho, con trazas de no haber sufrido un chuculún en condiciones durante toda su vida, creía haber impartido una charla, presumiblemente multitudinaria. No le llevé la contraria en cuanto a la realidad o la ficción de tal suceso porque me importaba un rábano perder el tiempo con un catedrático o con un jugador de pala. Lo que llamó mi atención, como tantas veces que salen al trapo tan sesudos conflictos, sobre todo en las conversaciones entre hombres, es que tuviera este individuo en tan poca estima su virilidad. Era tan escasa que, por lo visto, la hubiera perdido dirigiéndose a la concurrencia mediante el empleo de un femenino común, tan impropio para sí como el masculino para todas las presentes. Mientras que a una mujer la enalteces tratándola como si fuera un hombre, realizar el proceso a la inversa conduce indefectiblemente al envilecimiento y la guasa. Tal era su juicio y el mero hecho de oírlo me produjo flojera. Se encastillaba el conferenciante en las estrictas normas de la Real Academia, las cuales favorecen el uso del género masculino como si fuera neutro. Era cuestión de aplaudirle en su sapiencia, pues su intuición era un campo yermo a cualquier abono, pero me atreví a objetar que en aras de ir cambiando las costumbres o en todo caso por cortesía, no hubiera estado de más comenzar la perorata haciendo el esfuerzo de dirigirse a las presentes en femenino plural. Aún a riesgo de parecer lo que sin duda era este hombre, un homosexual sin conciencia de serlo; de los que caminan por el mundo absolutamente enclaustrados en su armario portátil. Distendidamente y con grandes dosis de humor, tendría su oratoria ganada. Jactándose en cambio de lo contrario con hartas dificultades lograría trasladar su mensaje al respetable. No comentó el argumento de tan magno discurso, o al menos no lo recuerdo, pero debió de armarse una buena trifulca en la sala porque la cuestión de géneros pasó al primer plano y desbordó al tema principal hasta apoderarse del coloquio, que acabó como el Rosario de la Aurora. Es más, como tan venerable cuentista no estaba contento con el oprobio sufrido, pretendía trasladar su disputa al vestíbulo de aquel aeropuerto y empezó por trasmitirme las vejaciones y agravios que tan penosamente había tenido que soportar buscando la tradicional y rancia camaradería entre machotes que tanto me aburre como me irrita. En fin, un auténtico suplicio. La eterna aventura que, parodiando a Rodriguez de la Fuente, podríamos subtitular como «El Hombre y La Tierra». Siempre que oigo hablar del hombre no pienso que incluya a la mujer en su concepto. No considero que el hombre sea sinónimo de humanidad. Tampoco me identifico con el antipático término de varón. Pienso que las mujeres y los hombres somos personas, a diferencia de los animales, que son hembras o machos. Los tratamientos que mutuamente se den no sólo dependen del lenguaje que hablen sino tambien de la sensibilidad que manifiesten. Por eso la sutileza del tacto y la manipulación idiomática son tan cambiantes, es el uso lo que genera la costumbre.

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