El Cuaderno de Sergio Plou

      

lunes 17 de diciembre de 2012

El sastre del dolor ajeno




  La desfachatez de nuestros gobernantes está cuajada de un paternalismo nefasto. A menudo los vemos reír ante las cámaras, maniobrando de forma distendida contra la sociedad y haciéndonos creer encima que las medidas que están tomando son por nuestro bien. En un supuesto educativo, podríamos pensar que los jefes aplican correctivos para cambiar nuestra conducta pero que no lo consiguen. El castigo persigue mediante la coacción que se produzca en los sujetos una transformación positiva, aunque todo depende de lo que entendamos por benéfico. El resto no es otra cosa que tácticas y estrategias mejor o peor pergeñadas. Por eso hay analistas que piensan de nuestros jefes que son unos inútiles, unos patanes o bien unos ladrones y unos malnacidos. El resultado es el mismo.

  A Rajoy, un político amortizado, un registrador de la propiedad que ha llegado profesionalmente más allá de lo que era imaginable en un preboste de su calaña, no le queda otro horizonte que pillar sillón en el Consejo de Estado, poltrona en el Senado o un trono, para seguir la tradición de su partido, en la Xunta de Galicia. Su perfil es tan mediocre y está ya tan envejecido que en un futuro próximo ni siquiera lo veo durmiendo en los cómodos butacones del parlamento europeo. Mariano lleva un año en el poder y ejerce la presidencia como haría un sastre al que no le importara la opinión del cliente ni el resultado. Nos toma medidas y recorta el tejido de tal manera que, mucho me temo que al final, en vez de un traje nos dejará en paños menores y en el mejor de los casos en tanga.

  La verdad es que no pensaba que un hombre de semejante calibre pudiera durar ni seis meses en la Moncloa. La opinión pública y la publicada, al cabo de ese lapso de tiempo, apostaba ya por cualquier tecnócrata para llevar las riendas y sin embargo han terminado por comprender que, para hacer lo mismo que hacía Mariano, podría quemarse tranquilamente al campeón en su propia hoguera sin necesidad de comerse mucho la cabeza. Y aquí lo vemos hoy, celebrando que ha conseguido mantener la silla durante un año y jactándose además de lo bien que lo hace. Defiende sus reformas en un año de dolor y de sufrimiento, sin aceptar que él mismo lo provoca. Mariano, y su gabinete, a estas alturas ya no hace declaraciones sino fábulas. Su nítida tendencia al siseo y su léxico bien cargado de viejos vocablos, lo han convertido en un personaje de cuento. Generalmente interpreta su papel con desgana y cuando se siente obligado por las circunstancias asegura que fue elegido por los españoles para hacer exactamente lo que está haciendo: cavar su propia tumba y por ende la de todo el país. Al oficio de enterrador Mariano lo califica de camino profundo. A la ausencia de soluciones y a la falta de ideas responde Mariano como si fuera Merlín, diciendo que no existe magia en el armario ni chisteras anticrisis. Siente incluso que ha sido equitativo a la hora de repartir esfuerzos y está convencido de que tarde o temprano recuperaremos nuestra propia vida y nuestro bienestar.

  Desconozco la razón por la que no se le cae la cara de vergüenza, tal vez la tenga de piedra o sea ya una simple careta, pero dentro de sus profecías para el año que viene augura Mariano que los sacrificios no caerán en saco roto y que veremos los frutos a no mucho tardar. A esta actitud de espera, por si fuera poco, el jefe no la considera estar de brazos cruzados sino una tarea de ardua cimentación. En fin, lo peor de los discursos que puede dar un melón de huerta, es que suele terminar creyéndose un precursor de la Historia.