El Tran
jueves 11 de junio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Nunca he tenido coche y tampoco me he muerto. Soy la prueba peatonal de que es posible estar vivo sin gastarse los cuartos en un vehículo. Hace unas décadas me parecía imposible llegar a la cincuentena sin comprar un trasto y reconozco que entonces era una aventura del lejano oeste llegar sano y salvo a Pastriz o a Botorrita. Ir a Broto o a Madrid —no te hablo de Cádiz o Coruña— te convertía en una leyenda. Coger el tren o el autobús durante los tristes años de la dictadura era lo mismo que viajar en una diligencia. Debo estar hecho de amianto, porque todavía me responden los huesos.
    Jamás me he visto en la tesitura de estar detrás de un volante. Obligarme a fregar los cristales y la carrocería de un automóvil, pasar la vaporeta por sus asientos, colgar la banderita de la virgen en el retrovisor y sacudir la bufanda o el cojín del real Zaragoza, que almacena polvo en el salpicadero o contra la luna trasera, es un vicio onanista de los mozos que no acaban de encontrar su propio espacio en el hogar, ese territorio que interpretan como el de su madre o el de su mujer, y donde se sienten poco a gusto extendiendo sus zarrios.
    No iba conmigo gastar los ahorros en comprar un buga, y menos aún convertir el gasto en una prolongación de mis genitales. Si las mujeres que aparecían en los anuncios de antaño, aparentemente deslumbradas por el brillo de unas llaves, eran capaces de irse de paseo con unos hombres que parecían carnuces, tarde o temprano llegarían los géneros a la lamentable conclusión de que no estaban hechos el uno para la otra. O viceversa. Ambos, y ya es mucho decir, comprenderían con el paso del tiempo que estaban hechos para trabajar en la General Motors, donde los jefes les venderían los coches que iban fabricando hasta que llegase la quiebra. Desde el tierno instante de la compra, alimentarle de gasolina, someterle a inspecciones periódicas y perder el tiempo buscándole un dormitorio —ya sea para un rato o para toda la noche— dependería de su estricta responsabilidad. El coche, igual que la hipoteca, el televisor de plasma o el teléfono móvil, representa lo mismo que el colegio de los niños y la banda ancha. El «tunning» es la base del modo de vida occidental. Es tan impersonal el cúmulo de objetos de todos los tamaños que vamos adquiriendo a lo ancho y largo de nuestra existencia, que necesitamos crearles un carácter. Un distintivo que los vuelva auténticos.
    Bautizamos todo lo que nos venden incluso con nombres de persona y les colgamos del lomo un gorro o un llavero, les calzamos un baldosín o una placa, incluso les añadimos un alerón para llegar a sentir de esta guisa que nuestras propiedades son en verdad propias y originales, especiales o siquiera identificables. Resulta humorístico, pero también idiota, pulsar el mando a distancia del coche, acercarnos hasta la puerta y comprender que no se abre. En la misma calle, de hecho, hay aparcados media docena de vehículos con el mismo logo y en igual color, así que es fácil equivocarse.
    Para «marcar las diferencias», según moda y salario, los consumidores de automóviles fueron empujados por la publicidad a que comprasen un descapotable, después una limusina, más tarde el quad y ahora asistimos a la agonía del tractor. Aún hay peña que va por la calzada conduciendo unas tanquetas —a las que llaman 4x4— que todavía tendrán un sentido en inhóspitos parajes de Islandia, pero que en las ciudades mediterráneas se nos antojan los primos veloces de Massey Ferguson y John Deere, así que harían mejor en poner estos cahivaches a tirar de una trilladora. Es cierto que la gente, gracias a la crisis, se va concienciando de que es un absurdo regalar los mejores espacios a los automóviles y condenar a los peatones a que sorteen todo tipo de obstáculos por ridículas aceras, incluyendo la novedosa presencia de los velocípedos de pago. Va siendo hora de que vuelvan los tranvías, y de que fabriquen también una de esas bombonas que te atas a la espalda y vuelas con propulsión a chorro.

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