El vértigo del regreso
Crónicas
© Sergio Plou
jueves 1 de noviembre de 2007

     Hay quien vuelve a su patria chica completamente encantado. La nostalgia es de bien nacidos, igual que ser agradecidos. ¿Acaso todos los regresos huelen a gratitud? Parece un misterio insondable. Cuando enfilo las primeras casas de esta ciudad, volviendo de cualquier viaje, siempre caigo en una tristeza benevolente, una sensación de pena que considero lejana de la morriña; no en vano se produce a la inversa, justo al poner el pie en el municipio. Reconozco que mi cariño por esta tierra, más que en sus áridos paisajes, reside en el comportamiento abisal de sus gentes, algunos en verdad inolvidables. Dicen que este aire que nos azota en vez de ser un obstáculo para los lugareños ejerce como acicate, ya que desde la más tierna infancia se acostumbran a andar con una ligera inclinación hacia delante, lo que favorece el ímpetu. Llega una edad en que el ángulo de empuje se envicia de tal forma que impide a los sujetos caminar con cierta desenvoltura, máxime si no existe la oposición del cierzo. El cierzo estira un ápice la mandibula del aborígen al golpearlo y sin ése freno sus pasos son tan ligeros que se sienten incómodos.
    Para evitar esta desagradable impresión, Mr. Loren me recetó durante un curso de clown unos zapatos más grandes, más pesados. Los eché en falta mientras subía muy ufano por la loma de La Caldereta. La Caldereta es un volcancillo de doscientos y pico metros situado en la Isla de Lobos, en cuya cima reinaba un airecito que a mi vértigo se le antojó un peligroso vendaval. No hubo ángulo ni inclinación que fortalecieran mi temple. Mi forma de hacer cumbre fue patética, y eso que apenas me temblaron las canillas al contemplar una panorámica tan... ¿envolvente? Al llegar arriba, no se puede decir que hiciera un rápido barrido ocular. A lo sumo fue un pestañeo y me vine abajo lánguidamente. Mi columna vertebral se arrimó a la columna geodésica que coronaba el monte y me fui escurriendo por ella hasta que mis nalgas encontraron el suelo. Una vez allí deseé que hicieran masa química, porque era incapaz de levantar la vista un centímetro de la tierra sin dejar escapar un vahído. De hecho tardé veinte escalofriantes minutos en comprender que no había más remedio que reponerse. Lo deduje cuando se me cruzó por la mente la disparatada idea de llamar por el móvil a Protección Civil y se me ocurrió pensar que si no se me reían en la oreja lo mismo venían a rescatarme en helicóptero, circunstancia que agravaría mi vértigo en proporción geométrica. La sola idea de salir volando de aquel montículo me provocó tal ansiedad que comenzaron a sudarme las manos. Me lo comunicó mi compañera sentimental cuando la agarré por la pantorrilla. Yo sólo veía moverse sus pies de aquí para allá, saltando de risco en risco como si fuera un sarrio y me agarré a lo primero que me cruzó por delante. Comenzaba a valorar muy seriamente la dudosa posibilidad de salir reptando por el mismo senderito por donde había venido, cuando llegaron varios excursionistas a la cumbre y galantemente hicieron como que no me habían visto. Supongo que me hice fuerte en mi propia vergüenza. Que de algún modo raro cristalizó el vértigo y la angustia en la más pura obviedad: no podía quedarme a vivir allí. Igual que había subido tendría que bajar.Y así fue. Sin mayor misterio. Pero el mal rato de cierzo canario que pasé en la loma de aquel montañuco dice poco de mi resistencia al aire. Será que soy del valle y tampoco me van las alturas. O como dice mi madre, que si tengo vértigo es porque en otra vida fui piloto y me pegué un natazo de espanto. En cualquier caso creía haber superado ya el agnosticismo en Machu Pichu. O en las acojonantes escalinatas de Ollantaytambo. Pero el vértigo, como el regreso, nos aguardan siempre.

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