Engrasando la máquina
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 23 de julio de 2008

     Mi compañera sentimental me pasó el otro día un reportaje de Ángela Boto sobre genética intentando insuflar a mi carácter una perspectiva distinta. Si bien es cierto que nuestros genes nos condicionan, también la conducta y la forma de vida pueden transformarnos a conciencia. La verdad es que estoy completamente de acuerdo. Pienso que no heredamos todo de nuestros padres y abuelos y aunque así fuera, los científicos están demostrando que el cerebro humano es tan potente que entre sus capacidades se encuentra la de cambiar hábitos y costumbres, alterando de esta manera la inercia que nos conduce hacia un final previsible. Manel Esteller, director de epigenética en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas de Madrid, y también en el Instituto Catalán de Oncología de Barcelona, lleva más de una década investigando con todo tipo de animalillos en sus laboratorios y a la vez con personas genéticamente idénticas. Resulta fascinante para el señor Esteller que los gemelos, según sus costumbres y temperamentos, sean tan diferentes unos de otros hasta el extremo de ir dejando su impronta en el ADN, encendiendo y apagando sus genes como si fueran bombillas. No creo que uno le pueda estar hablando directamente a sus genes como si fueran sujetos independientes, pero una manera de mantener una conversación amigable con ellos es cambiar de alimentación. El asunto es durante cuánto tiempo hay que mantener las transformaciones para que sean evidentes, cuál es el objetivo que se persigue con ellas y la utilidad de las mismas. Para los biólogos y los médicos, la razón última de estas investigaciones es el conocimiento de los genes y la posibilidad de acabar con el determinismo de la salud física y mental mediante pequeñas pero constantes alteraciones. Se ha hablado mucho últimamente sobre el tratamiento del cáncer o del alzhéimer, incluso sobre la tendencia humana a la inmortalidad. Las enfermedades son un perjuicio evidente de la salud y si cambiando nuestros hábitos podemos prolongar la vida estaremos dando un gran paso, al menos, hacia una mayor longevidad. La supervivencia es un motor fundamental de la vida, está al mismo nivel que la comida o la reproducción, y por lo tanto tiene múltiples formas de ser engañada. Esta visión lamarckiana de la existencia, donde los seres, al verse obligados por las circunstancias a transformar sus comportamientos y alterar al mismo tiempo sus genes, transmiten a sus hijos unas réplicas digamos que mejores que las heredadas, construiría un darwinismo más contundente para la ciencia moderna. Sólo aquellos sujetos con capacidad de cambio, por ejemplo, habrían logrado adaptarse a un medio ambiente hostil. Si prestamos la importancia que se merece a los últimos avances, podría ser que ante una catástrofe pudieran registrarse entre los supervivientes marcas epigenéticas transmisibles a sus descendientes. De la misma manera que entre gemelos se manifiestan cambios sustantivos, entre padres e hijos se resgistran igualmente modificaciones benéficas. Y sin duda resulta alentador que no estemos condenados a sufrir los mismos males de nuestros abuelos, las mismas tragedias que nuestros padres y que acabemos inoculando en nuestros hijos y nietos las mismas dolencias ancestrales. La conducta modifica la tendencia genética, si no del todo casi completamente. Dependerá de nuestra voluntad. Y a veces de un simple engaño. El efecto placebo es paradigmático en medicina. Hay individuos tratados desde hace años con antidepresivos que reciben una pastillita del mismo color pero sin ningún medicamento y resulta que con el paso del tiempo mejoran. El problema se magnifica cuando la costumbre es tan larga y supuestamente tan placentera que si no se produce un engaño se torna difícil de modificar. Una persona atada a sustancias adictivas, desde un somnífero a un adelgazante, no encontrará un beneficio físico al hecho de despegarse de las mismas. Al contrario, su cuerpo le recordará constantemente la sustancia que le falta. Según Joe Dispenza, un bioquímico norteamericano especialista en el funcionamiento de la mente, «uno de los mayores privilegios del ser humano es que podemos hacer real nuestro pensamiento». Si pudiésemos resumir los argumentos de este científico en una sola frase, sería que «pensando siempre de la misma manera y comportándonos de la misma forma, el cerebro no cambia, de modo que tenemos que forzar al cerebro para que se active de manera distinta». Ha escrito un libro donde nos dice cómo y de qué manera podemos forzar a nuestros cerebros sin necesidad de darnos un martillazo en la base del craneo. Por lo visto se han realizado un montón de experimentos sobre la conciencia, los límites de la mente y el poder de la visualización. Todavía estoy dándole vueltas al reportaje y a la causa por la que mi compañera sentimental me empujó fervientemente a leerlo, pero si los avances científicos van enfocados en la dirección que sugiere la periodista que lo escribe sin duda el poder de nuestros cocos sería mayúsculo. Y en algunos casos preocupante.

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