Haciendo leña del árbol caído
Crónicas
© Sergio Plou
domingo 26 de octubre de 2008

    Me quedé estupefacto. No recuerdo muy bien la tontería que dije, pero tampoco viene al caso hacer memoria. Hablábamos de un sujeto del que guardo una imagen borrosa, un tipo del que apenas fotografío su llanta, empitonada siempre bajo el ridículo cinturón que constreñía el ecuador de todo el tentetieso. Por fin tenía noticias del cretino con boca de atún y camisa blanca, remetida de un par de guantazos bajo el cinto, al viejo estilo de la comarca de las cebollas. En su lugar de procedencia basta un solo gesto delicado para tildarte de homosexual, de modo que los lugareños del género masculino se labran desde la más tierna infancia una reputación zafia y torpe, garantía de sana normalidad. Hasta hace nada tan curioso melón de huerta vivía como un Rockefeller de pueblo, desarrollando comportamientos mafiosos, dando trabajo a las familias de su zona, invirtiendo en negocios dudosos y construyendo una leyenda alrededor de su apellido.
    En las grandes ocasiones, cuando venían los alemanes o un posible inversor, se traía al trabajo un maletín de lujo, le colgaba su mujer una florida corbata y le grapaba, mediante un botón firmemente cosido, una chaqueta de marca desconocida alrededor del tórax. Su esposa se esmeró en pintar la aureola de una empresario moderno alrededor de su marido, pero la materia prima era tan pobre que levantó del suelo la caricatura de un botijo con zapatos italianos. Ni siquiera era necesario verle de espaldas para observar que el traje le iba creando una arruga imposible a la altura de la cruceta, en el preciso lugar donde un experto taurino, haciendo una grácil palometa, le hubiese incado las banderillas. El dibujo descriptivo del socio, al que tuve que encararme durante una fría madrugada de invierno, se caracteriza más por su personalidad que por su contorno. Sus facciones de hecho se pierden en un borrón, hasta el punto de añadir los rasgos de un gorrino y obtener tan idéntico como nulo resultado. Discurrió tan lamentable encontronazo en el espacio que cualquier industrial calificaría como el muelle de carga trasero de una fábrica y en lo que una persona normal simplemente asumiría como un cochambroso patio de cemento mal fraguado. Allá en la empresa de plásticos donde me deslomé hará un par de años, tal vez más, dando el callo a cuatro turnos, todavía era de noche cerrada. Quién me iba a decir entonces que el interfecto que tuve que echarme a la jeta y sin ninguna gana, arrastra ahora una deuda de seis millones de euros y ha tenido que vender sus acciones en el negocio, saliendo de allí con el rabo entre las piernas. El cara a cara que mantuvimos al viejo modo del lejano oeste, sólo que a la otra orilla del río Gállego y sin armas de fuego, acabó siendo premonitorio. El tipo no era de fiar.
    A ciertos gallitos que pueblan el corral de empresarios en esta tierra, cuando vienen mal dadas, se les abre el esfínter. Son los mismos que se vienen abajo en largas veladas de póquer, cuando les llueve una mala mano de cartas y pierden un fajo de billetes. Entonces no encuentran otro quehacer que ir pitando a su empresa, bien cargaditos de alcohol para desfogarse con cualquier incuato, y luego no hay forma humana de bajarlos del pitañar. Como es imposible a estos zutanos hacerles entrar en razón, recurrí a la fórmula antigua de los machos cabríos — darse de topetadas con la frente para demostrar quien la tiene de piedra— y aunque salí del combate con un soberbio dolor de cabeza, lo cierto es que me quedé más largo que ancho. Entre los múltiples refranes que pueblan esta tierra, siempre me llamó la atención el que aseguraba que no hay nada más cómodo que sentar las nalgas a la entrada de tu propio domicilio para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Nunca sentí que el mengano del que hablábamos pudiese alcanzar un día semejante arquetipo. Al revés, con la dedicación y paciencia de un aburrido perro pastor, tal vez hubiese rozado el listón de la gente molesta y aún con todo me llegó al alma tener noticias de su derrumbe. Era el primer caso, de entre los más próximos, donde una quiebra mil veces anunciada tomaba visos de hacerse realidad. Era vox populi. Nadie podía llamarse a engaño de que a este cabestro, aunque le cayese la lotería, fortuna con la que en múltiples ocasiones fue agraciado, era un pozo ciego, un agujero sin fondo habitado por un fanfarrón.
    Este insolente bravatas, jácaro arrogante y presumido vendehumos, a veces me recuerda al dueño del local de al lado de mi casa, el propietario de la antigua ortopedia. Con el propósito de dejarla curiosa, habrá enterrado este mameluco miles de denarios en los sótanos de una obra interminable. Lo único que ha logrado hasta el momento es reservarse el título de reyezuelo en la taifa de la comunidad de vecinos, y al que la abuela del tercero, señora terca como ninguna y disgregada además por el alzhéimer, mientras sube la compra y a voz en grito, no duda en calificar de mala persona. A ciencia cierta nadie conoce todavía si ocupará las instalaciones un turbio negocio oriental de textiles, una destilería de colonia barata, un locutorio telefónico, o el ya mítico burdel. No me extraña que el cambio de las carcomidas tuberías de plomo en toda la finca se haya aplazado «sine die», pero si un día me llega el cotilleo de que este otro sujeto se ha arruinado también, me lo creeré a pies juntillas. Tampoco sabré qué decir, seguramente, pero a ver si me acuerdo de preguntar cuál era el banco donde dejó el pufo. Por si acaso revienta.

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