Hogar, dulce hogar
lunes 12 de septiembre de 2011
Sergio Plou
Artículos 2011

  La vuelta a casa siempre tiene un tono deprimente. No porque comience el trabajo y regrese a mis ocupaciones sino porque me doy cuenta de que nada ha cambiado, como no sea a peor: la realidad es muy persistente. Conseguir que se produzca una transformación requiere ímprobos esfuerzos. Hablo en positivo, puesto que un deterioro apenas exige un descuido o la simple acción de la inercia. Salvo que se produzca un desastre todo sigue donde lo había dejado, con su ligera acumulación de polvo pero sin excesivas variantes. El retorno al domicilio me recuerda que puedo irme hasta el fin del mundo tranquilamente porque, al limpiarme de nuevo los pies en el felpudo, las circunstancias me aguardarán con las preguntas de toda la vida frente al espejo del lavabo. ¿Ahora te ves más viejo que cuando te fuiste o más rejuvenecido? ¿Te ha servido de algo corretear por el planeta para terminar una vez más afeitándote aquí?

  Observo el gorro de paja que me cubrió la mollera durante treinta y siete largas jornadas y no encuentro respuestas. Aunque me haya largado sin ánimo de busqueda, el hecho de volver cuestiona mi partida, el viaje y el retorno. No es la primera vez que me ocurre, es un síntoma que me acompaña desde muy joven y la mecánica se dispara sin darme cuenta. Al principio he intentado reproducir una jornada corriente, de las muchas que viví levantándome a las cinco y media de la madrugada para ponerme en marcha por los vastos caminos de la península, desde esta misma ciudad hasta los confines de Galicia, pasando por el Bierzo, la Maragatería, León, la vieja Castilla del páramo palentino y Burgos, la Rioja o Navarra. Busqué las flechas amarillas dibujadas en los adoquines y los bordillos, en las paredes o en las farolas, pero no las encontré. En la vida diaria rara vez te topas con indicaciones para continuar tu trayecto, tan sólo existen semáforos y obligaciones para el tráfico vial, anuncios y calles. Sería más sencillo seguir las flechas que nos indicaran el camino del éxito o de la felicidad, pero nadie las dibuja en las aceras.

  Tampoco nos entregan al final de nuestro viaje personal una compostelana —o una fisterrana—, la vida resulta más compleja sin premios ni recuerdos del trayecto, así que cada cual camina con su propia brújula de emociones, creyendo que nuestro aprendizaje nos librará de las penurias y que nos labraremos un futuro prometedor. Pero nunca se sabe.

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