El Cuaderno de Sergio Plou

      

sábado 14 de noviembre de 2009

Huracán en el Valle de los Cinco Ríos

De Wanaka a Te Anau pasando por Five Rivers y Mossburn




AUCKLAND

ZARAGOZA



      Volar en avioneta a cuatro mil metros de altura tiene su puntito. Te entra de pronto la emoción, sientes que vas a llorar – y no precisamente de pánico – cuando de repente te sobreviene un pinchazo en medio de la frente y se te abre un tercer ojo en plan Lobsan Rampa. Entonces pillas un soroche similar al que me atacó en Cuzco, sólo que entre ceja y ceja, no en el bulbo raquídeo, como me ocurrió en el Perú, y comienza a dolerte el melón debido a la altura, que da gusto. Es lo que hay.

    En estas circunstancias no queda otro remedio que sufrir en soledad, igual que unas hemorroides, y puedes dar gracias que la migraña apareció cuando ya estábamos volviendo al aeródromo, y no al empezar. Tenía bastante con hacerme a la idea de que iba por el aire subido en una palanga con hélices. No concebía cómo podía sujetarse aquel trasto entre las nubes, así que, durante un segundo, pensé que nos daríamos un piñazo de tal calibre que tendríamos que comernos unos a otros para sobrevivir, secuencia que intenté borrar de la mollera rápidamente. A veces es más práctico no ennegrecer la realidad, so pena de que amanezca la ansiedad y todo se ponga de lo más chungo.

    Respiré profundamente y superado el primer chute de adrenalina todo fue miel sobre hojuelas. Era consciente de que en caso de emergencia no sobreviviríamos al impacto. Ni siquiera Michael, el piloto neozelandés, un sujeto experimentado de veras. Apenas nos obsequió con un par de baches durante el vuelo, algo digno de agradecer aunque te tragues la muerte. Las imágenes de las cumbres nunca se olvidan y al bajar de la avioneta llevábamos tal subidón que nos costó un rato comprender lo que habíamos visto.


    Durante horas charramos Helena y yo sobre la suerte que nos rodeaba durante nuestro periplo por las dos islas. No teníamos ni idea de lo que nos aguardaba en las proximidades del Fiorland, la zona más fría e inexplorada de Nueva Zelanda, cerca de Five Rivers, cuando la vegetación desaparece y da paso a una especie de paisaje patagónico, ralo, de arbusto bajo y colores ocres. Habíamos pasado la mañana entreteniéndonos en The Great Maze –conocido en los mapas como Puzzling World Maze-, un espacio temático de la localidad de Wanaka dedicado a los rompecabezas , hologramas, laberintos y juegos de perspectiva. Los lugareños y foráneos se acercan a este territorio depuzles que en la orilla de la carretera presenta una especie de fotograma escultórico a tamaño natural de una torre que está en proceso de venirse abajo. La gente juega a sujetarla, derrumbarla, apoyarse en ella y hacerse las consabidas fotografías y entran después en un recibidor sembrado de grandes mesas donde juegan, construyen y compiten amigablemente al Tangram o entretenimientos con similares referencias.

    Una vez que pasas al interior aparecen los holograma, que se me antojaron un poco pasados de moda, pero luego hay un montón de rostros realizados en poliéster, sugiriendo esculturas, que esparcidos por la pared dan la sensación de seguirte con la mirada. También encuentras la tradicional habitación magnética, las fallas de perspectivas, cuyo propósito es hacerte parecer un gigante o un enano según la construcción de los techos, suelos y muebles. Y para finalizar te topas con un laberinto de cuatro esquinas, jalonadas por torres, donde se trata de subirse a todas ellas en el menor tiempo posible. La imaginación neozelandesa es muy curiosa y atrevida. En lugares donde no existen referencias claras, un negocio puede originar símbolos locales. El turismo, con las múltiples bellezas naturales que nos rodean, puede convertir un juego de puzle en un monumento local. Está claro que Nueva Zelanda es un país joven.


    Cuando nos cansamos de ver rompecabezas volvimos a la carretera. Café, té y muffin dieron paso a una conducción tranquila entre los picos que rodean al Monte Cardrona para llegar a las cercanías de Queenstown, a orillas del Lago Wakatipu, donde se abre la localidad de Frankton, lugar donde llenamos el deposito de la Vampi y continuamos comiéndonos los kilómetros. Fue al atravesar los Montes Ramarkables, a la salida de Kingston y llegando a Athol, cuando se levantó un vendaval. Recorríamos el Clutha Central Otago, en el valle que forman las cordilleras del Eyre y los Montes Garvie. El aire nos golpeaba con ráfagas de más de 120 kilómetros por hora, racheado de tal modo que hacía muy compleja la circulación. Se había creado un páramo alrededor de nosotros, con vegetación muy escasa, lo que creaba un ambiente desolador.

    La paliza duró más de sesenta kilómetros de empujones, vaivenes y volantadas. Los pocos árboles que nos encontrábamos tenían sus ramas melladas, troncos completos resquebrajados y heridas claras de luchar contra el viento. A lo lejos se iba formando la figura de los Murchinson y los Kepler, fiordos enormes, de más de mil quinientos metros de altura, sobre los que soplaba un cierzo como jamás habíamos visto y que caía sobre nosotros con desvergüenza, tratándonos igual que un avioncito de papel. Antes de llegar a la aldea de The Key (la llave, en castellano) y de preguntarnos quién diablos se abría dejado la puerta abierta de par en par, no tuvimos más remedio que parar en la cuneta con los nervios como auténticas escarpias. Lo hicimos a escasos cien metros de un vehículo policial, de los escasos que nos hemos topado hasta ahora, y que estaba aparcado en la cuneta de enfrente aunque en sentido contrario, suponemos que esperando que amainara el temporal.


    Llegamos a Te Anau bastante descompuestos y nos recibió un tormenta de agua nieve que acabó en aguacero. Aparcamos frente a una pizzería para reponer fuerzas y después apalabramos el viaje del día siguiente a Milford Sound, uno de los paisajes más bonitos de todo el país. Ahora escribo desde el cámping de Great, en Te Anau.

    Escucho repicar la lluvia contra el tejado igual que un taladro. Mañana nos levantamos muy temprano para entrar en el centro mismo de los Montes Darran, donde se abren las celebres cascadas de Bowen, hasta las cuales nos conducirán en barco. Al día siguiente es mi cumpleaños.

    Helena me ha invitado a ver el Doubtful Sound, que atraviesa el Fiordland de Este a Oeste. Haremos noche en un barco entre las grietas y volveremos a la jornada siguiente. Hay que ir bien pertrechado, porque las noticias de la televisión estatal han dicho que el huracán que nos ha golpeado esta tarde está barriendo el país desde Australia. Mañana remitirá, pero es posible que llueva. Quién lo iba a decir. Ayer fue un viaje maravilloso, hoy ha sido de miedo. Pero aquí estamos cenando, a la vera de una chimenea con gruesos troncos de leña, escuchando a los viajeros que hacen noche en el cámping hablando en francés y en alemán.