La célula
Crónicas
© Sergio Plou
miércoles 2 de julio de 2008

     No sé cómo llegué a parar allí. Me hago una idea, desde luego, pero reconocerlo tampoco resulta alentador. Digamos que me avergüenza asumir la curiosidad que en ocasiones me empuja a apuntarme a ciertas historias, mayoritariamente culebrones, en los que me arrepiento de participar cuando ya es imposible viajar al pasado. Con el culo sobre un taburete del Astoria, un garito de la calle san* Vicente de Paúl, me sentía igual que un merluzo —recién pescado y boqueando— sobre la cubierta de un atunero. No era el único, enseguida me identifiqué con un besuguillo que brillaba lo mismo que el autor de la presente crónica, es decir, igual que un bodegón en una sala de arte abstracto. O más bien abstraído, no en vano conformaban aquella célula nueve sujetos y un niño de pecho, cuyo rostro, semejante a una ensaimada, parecía escudriñar a los presentes con cierto asombro pero nula inteligencia. Su vista, todavía incapaz de cotillear con malicia a los presentes, tan siquiera fijaba durante unos segundos las pupilas sobre cualquier suceso interesante, tal como unas buenas peras o unos muslos firmes, que es precisamente lo que perdía al individuo que se atrevió largo rato a sostenerlo en brazos. Para no soliviantar los ánimos de la mamá del mozuelo se dedicaba a la noble tarea de observar disimulando el esfuerzo que requería portar al pequeñín. Aquél hombre recio y cejijunto no era su padre aunque esta nimiedad al chiquillo le importase una higa, pues bastante tenía con sujetarse a la mesa mientras soltaba el esfínter. Aparentaba el doble de su edad y aunque era evidente que se salía de percentiles, a sus seis meses hubiera sido improbable que el renacuajo presumiera entre sus familiares de haber abocado a su pediatra a trabajar con las mancuernas un par de veces a la semana, o de propiciar en su madre una lumbalgia nerviosa que amenazaba con ser perpetua, entre otras causas por no aventurarse a entrenar en el gimnasio y, sin embargo, arriesgarse dicha señora a trasportarlo sobre las ancas cincuenta metros allá de su Maxi-Cosi. Aun con todo, y dadas las circunstancias, la ignorancia del infante suscitó en mí una envidia enternecedora. De no haber estado demasiado talludito como para colarme en el carro de un bebé, habría pasado la velada dormitando tan ricamente en su reforzada sillita de diseño. Ocurrió que la propietaria de aquél trasto, y al mismo tiempo la delgada progenitora de tan desarrollada criatura, huyó de la reunión apenas hubieron transcurrido los primeros veinte minutos. Me quedé entonces sin compañero en la célula. El resto de los invitados compartían de alguna manera el singular oficio de funcionarios y pese a que el noble arte de la escritura tampoco revienta los músculos, lo cierto es que poco tenía en común con tan benéfica tribu. Todos nos habíamos reunido allí, en el mejor de los casos, con el sano propósito de llenar un botijo con Evacuol y abandonarlo cerca de un fulano hipócrita, un tipejo que asistiría a la reunión del próximo comité local y que estaba pidiendo a gritos una soberbia colleja, sobre todo desde el día aciago en que se sobró cinco pueblos con una de las congregadas. La sobrada consistía más bien en ningunear políticamente a la interfecta, la cual se decidió desde entonces a crear en su partido una nueva cofradía, asunto para el que solicitó la ayuda y filiación de parientes, amigos y allegados. Preguntándome si aquella célula sería fotoeléctrica o pigmentaria, pues sus correligionarios se preocupaban más por la marcha de un encuentro deportivo, el que se retransmitía entonces por la televisión del bar, que en hacer propuestas de cara al trigesimo séptimo congreso federal que se desarrollaría en Madrid, me limité durante la noche a dar cuenta de las finas viandas que se iban esparciendo sobre la mesa, amén de una copa bien colmada de vino tinto con gaseosa, que no era del Somontano precisamente pero que ayudó a limpiarme el cerebro. Es bien sabido que el alcohol hace más llevaderos los cónclaves que cien años de atrofia o timidez. La nebulosa etílica no evitó que a los postres hiciera proselitismo en contra de la Expo, aunque no produjo en los comensales irritación alguna, más bien al contrario, pues infinidad de anécdotas azucararon los cafés hasta conducirnos entre risas a la más sana de las despedidas. Si es cierto que de las cuarenta personas que esperaba la jefa en primera convocatoria apenas la cuarta parte respondió al llamamiento, también es verdad que competir con el fútbol sigue siendo una quimera, así que el resultado de la reunión no pasó de las relaciones públicas tras una declaración de principios. Como era de imaginar, ningún voluntario dio un paso al frente para presentarse como vocal de distrito. Tal vez la próxima cita encuentren un conejillo de indias que a cambio de un jamón se lo curre durante cuatro años, pero servidor ya satisfizo su curiosidad lo suficiente como para caer en semejante encerrona. Otra cosa será el día en que la célula intente descabalgar de la burra al mentiroso que organizó sin quererlo todo este guirigay. Me gustaría estar allí para ver la cara de bobo que se le queda al recibir el capón. Y si no entro en más detalles es porque el secreto y la paciencia permiten aún quitar de enmedio en ciertos partidos a los tontos del haba. Se consiga o se malogre, el intento promete diversión, así que les mantendré informados.
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* N.del A.: Supongo que ya se habrán dado cuenta de que el tratamiento a santos y deidades no es mayúsculo en mis escritos. Lo hago adrede, salvo cuando me pierde la educación judeo cristiana.

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