El Cuaderno de Sergio Plou

      

viernes 18 de marzo de 2011

La inclusión aérea




  Dentro del cauce habitual de manipulación informativa que llevamos sufriendo ya desde hace unos años, lectores, oyentes y televisionarios recibimos las noticias —reiterativas y fotocopiadas unas de otras— sin rechistar. De esta forma se nos asegura que la nueva revolución árabe se está produciendo en el Magreb, de Marruecos a Bahrein, pasando por Túnez, Egipto y Libia, gracias a las novedosas herramientas de comunicación social: Google, YouTube, Twitter y Facebook, por citar algunas de ellas. La tecnología, los ordenadores y los móviles permiten a la juventud de estos países comunicarse sin mediadores de una manera rápida y efectiva. Resulta indudable. Nadie en su sano juicio puede negar que el acceso de las clases medias y altas a estas herramientas favorece el avance y desarrollo de todas estas sociedades en su conjunto, pero resulta difícil de creer que los gobiernos y las corporaciones apoyan a la buena gente en contra de caudillos, tiranos y dictadores, con el sano propósito de alentar la democracia y ser felices todos en un mundo de luz y de color. Comprendo que los amos del cotarro quieran que cada día que pasa seamos un poco más idiotas de lo que somos y que reduzcan el panorama de la realidad a la clásica visión ingenua del blanco y negro.

   Desde finales del siglo pasado estamos viviendo una guerra de recursos y monedas. El petroleo es, como dicen los economistas de ahora, una "commodity" fundamental, similar en importancia a la que tiene el gas, y en ambos casos Libia es afortunada al poseer grandes bolsas de las dos materias primas y su proximidad a Europa las hace todavía más necesarias de lo que son. La tarta está en manos de un solo clan, el de Gadafi, una ancha familia de buitres degenerados que campa a sus anchas por el territorio. Conceden a su capricho y mediante suculentas prebendas las concesiones y licencias de explotación a las multinacionales del ramo, unas sí y otras no, de modo que no resultaría complicado averiguar quiénes abastecen de armamento al régimen que gobierna y quienes están suministrando material bélico a los rebeldes que se oponen. Incluso quiénes juegan a las dos bandas. La batalla de fondo no es humanitaria sino comercial, en cambio rara vez surge una información imparcial que nos ponga sobre aviso. En el caso de Túnez, no existe un seguimiento del final de la revuelta. ¿Dónde está su antiguo presidente? ¿Y el dinero que robó? En Egipto, ¿alguien conoce los vericuetos por donde caminará el nuevo sistema? ¿Qué sabemos del paradero de Mubarak? La política internacional es más compleja de lo que nos cuentan, tal vez por esa razón sólo descubrimos de ella un porcentaje miserable pero muy publicitario. No en vano los dictadores que caen fueron hasta hace nada aliados y amiguetes de los países que se apresuran ahora a derribarlos.

  Nos cuentan que las Naciones Unidas acaban de aprobar la «exclusión» aérea de Libia, cuando en la práctica han decidido justo lo contrario: permitir a los estados que entren con sus aviones en dicho país. Los eufemismos, en la primera década del siglo XXI, han dado paso sencillamente a la tergiversación. A nadie se le hubiese ocurrido hacer con China tres cuartos de lo mismo durante los Juegos Olímpicos para evitar el sufrimiento de los tibetanos. Hay dictadores de primera división y tiranuelos de tres al cuarto, la diplomacia es inacapaz de sonrojarse cuando el petróleo está en juego. Ni siquiera se levantó un dedo contra el régimen chino en las matanzas de la plaza de Tiananmen —recuerden que también allí la población se levantó pidiendo democracia en una plaza pública—, pero claro, una cosa es China y otra muy distinta Libia. Parece que los oligopolios acaban de descubrir que hacerse el buen chico, ser humanitario y crear de la nada revoluciones democráticas puede ser mucho más rentable que negociar con los caudillos de toda la vida, así que no nos queda más remedio que aplaudir. Es cuestión de mantener bien abiertos los ojos y observar cómo evoluciona el panorama, porque detrás de las cortinas —como siempre, no lo duden— se ocultan los mismos lobos disfrazados con piel de oveja.