El Cuaderno de Sergio Plou

     

lunes 16 y martes 17 de noviembre de 2009

La misteriosa magia del Doubtful Sound

Desde Te Anau hasta la Deep Cove, pasando por el Lago Manapouri.
Siguiendo las huellas de Malaspina.













      Salimos el lunes de Te Anau rumbo a Doubtful Sound, el segundo fiordo más grande de Nueva Zelanda, a mediodía en las Antípodas. Se presentaba claro, soleado en ocasiones, tenebroso a rachas de viento y cargado de magia, como la ruta misma que nos aprestábamos a cubrir, justo hasta el nacimiento del Mar de Tasmania, por donde entraron —en el siglo XVIII— los exploradores del capitán Malaspina. La tarde anterior jubilé mi viejo chubasquero, que tenía veinte años de pelea, y adquirí una prenda ligera de las que repelen el agua , una «water proof», más apropiada para un bosque tropical de carácter alpino. Nos recogieron a las puertas de la acampada, fuimos por la ribera del río Waiau, que conecta los lagos y nos dejaron a orillas del Manapouri, uno de los más enormes del país (tras el de Taupo) donde subimos a un catamarán. El aire soplaba con fuerza cuando nos decidimos a contemplar las islas Channel. A Helena, mi compañera sentimental, le dio el tiempo justo para hacerme una instantánea y acto seguido mis gafas salieron volando y se sumergieron en las procelosas aguas del lago. Empezaba con potencia mi cuadragésimo noveno cumpleaños.




    A partir de ese instante me vi obligado a ver la vida sin lupas. Lo que me alcanzara la vista sería lo único que tendría delante, y durante esa jornada, de algún modo, daría las gracias por estar incomunicado internáuticamente. Cualquier lectura era inútil, desde un mapa a la simple contemplación de un insecto pasaban por preguntar a alguien si era verdad lo que tenía frente a mis narices o me lo estaba imaginando. Poco me faltó para esmorrarme por las escalerillas del catamarán rumbo a la bodega, donde viajaba el pasaje. Pensé, por lo que cuentan, que hay personas cegatas que recuperan la vista de largo ejercitándola a diario, y en esas me vi mirando el horizonte con perspectiva, intentando encontrar barcos donde sólo había costa y oleaje, en cuyas aguas dibujaba el motor del barco con pintura de espuma.

    No sabes lo que te falta hasta que pierdes las gafas. No quiero imaginar siquiera lo que es perder la visión. Reconozco que me costó asumir la carencia. El Lago Manapouri, para mayor recochineo, tiene enormes islas de granito, que simulan estar nevadas y hasta tener cataratas, cuando es el pulimiento de la piedra precisamente la que ofrece el espejismo. Como si la vista me estuviera jugando una doble mala pasadas, comencé a comparar las cimas más altas que rodeaban el lago con las cotas altas de las islas, sin diferencias sustanciales, así que pillé una mala hostia de lo más apasionada.

    Al llegar a puerto, en el Brazo Oeste, nos aguardaba un autobús. Apenas transcurrieron diez minutos y fuimos notando que la carretera se iba cubriendo de un espeso manto de nieve, y eso que sólo estábamos a unos seiscientos metros de altitud. Los fiordos de la región, en sus cumbres, se mantienen helados casi todo el año y toda la zona, que conforma el Patrimonio de la Humanidad, se ha convertido en la más húmeda del planeta. Se recogen precipitaciones de más de cinco mil milímetros cúbicos anuales. La carretera, hasta el paso de Wilmot, se va abriendo a medida que avanzamos mediante un quitanieves que nos precede renqueando camino arriba. Es muy chocante que los helechos y los cedros, los abetos y líquenes, se abracen con el musgo creando un panorama finlandés y al mismo tiempo polinésico. La nieve copiosa ofrece un paisaje sobrecogedor y subyugante. Hilos de agua helada, cascadas y manantiales, se abren camino entre las montañas salpicando el asfalto mientras cae una nevada de aúpa.

    Al llegar a Deep Cove, aparece un pequeño puerto donde nos espera el bargo Fiorland Navigator, un velero motorizado, a modo de crucero, que nos conducirá desde las dos y media de la tarde hasta las diez de la mañana siguiente por todo el fiordo de Doubtful Sound. Como telón de fondo, a la orilla derecha y a la popa del buque, se extiende una fabulosa catarata, Lady Alice, que rebota en las proximidades de Rolla Island, al comienzo del fiordo. Tras recoger nuestras mochilas, en las que cabía lo justo para pasar la noche abordo y realizar algunas actividades acuáticas, la tripulación se presenta en el comedor, donde el capitán y la guía naturalista nos dan la bienvenida presentando al resto de la tripulación. Una vez que nos comentan el itinerario, las cuestiones de seguridad y demás reglas, nos distribuyen en los camarotes apalabrados con anterioridad. El nuestro es el número 11, que se halla en el Malaspina Dake, cubierta de estribor. Una vez probados los camastros podemos asegurar categóricamente que es lo más confortable que hemos tenido bajo las nalgas desde el pasado 26 de octubre, cuando partimos de Londres rumbo a Auckland. Muy calentito, con microlavabo y ducha incorporada. Todo un lujo.


    Después de aparcar los bártulos en el camarote, nos invitan a tomar un café con muffins, se leva anclas y entramos en el fiordo. El ambiente general es misterioso, con neblinas que bajan de las montañas y se desparraman en el agua, lluvias que lo mismo cubren la visión que deseaparecen sin dejar rastro. El agua es de un color verde muy oscuro, casi negro, pero cuando sale de pronto el sol y despunta el arco iris en las riberas, se torno azul turquesa y demuestra la pureza del entorno. Recuerdo que esta mañana, poco antes de regresar al puerto, se han parado los motores del buque durante cinco minutos y hemos podido apreciar el silencio profundo de todo el paisaje, roto de vez en cuando por los pájaron, el chapotear de algunos peces, y nada más. Se te hiela la sangre al pensar en aquellos exploradores que surcaron estas mismas aguas en un barco pequeño, donde iban abordo más de trecientas personas, sin saber realmente a dónde ni qué se podían encontrar.
    Nosotros sabíamos la ruta y viajábamos con la comodidad más absoluta, disfrutábamos de cada segundo, maravillados con el panorama que rodeaba el buque a medida que se perdía en el fiordo. Desde el primer instante tuvimos libre acceso al castillo de proa, donde se hallaba el timón, reducido a un minúsculo garfio que el capitán, o en su defecto la guía naturista, manejaban guiados por un GPS, donde se marcaba el calado y la proximidad de la costa, así como las distancias recorridas y otras menudencias propias de la navegación. En todo momento, la travesía fue maravillosa. La guía, imprescindible para la conservación de la zona y sin cuya presencia no puede navegar ningún barco, nos iba comunicando la presencia de pingüinos azules, pingüinos crestados, delfines "nariz de botella" y focas, muchas focas, sobre todo a la salida del fiordo, cuando llegamos a las aguas más bravas frente al Mar de Tasmania, en la denominada Isla de la Secretaria, y tras cruzar Malaspina Reach.


    En las Islas Nee, que debe su nombre a Luis Nee, uno de los botánicos que viajaban en la expedición española de 1750, presenciamos el lugar exacto por donde entraron aquellos intrépidos exploradores y que sin duda vieron tal y como es ahora, cubierto por una vasta colonia de focas. Los neozelandeses han prohibido la pesca en toda la zona, y se preocupan mucho de que el paisaje se mantenga lo más puro posible. Prefieren mostrarlo de manera turística y severamente controlada, que dejarlo al pasto libre del comercio.

    Nosotros sabíamos la ruta y viajábamos con la comodidad más absoluta, disfrutábamos de cada segundo, maravillados con el panorama que rodeaba el buque a medida que se perdía en el fiordo. Desde el primer instante tuvimos libre acceso al castillo de proa, donde se hallaba el timón, reducido a un minúsculo garfio que el capitán, o en su defecto la guía naturista, manejaban guiados por un GPS, donde se marcaba el calado y la proximidad de la costa, así como las distancias recorridas y otras menudencias propias de la navegación. En todo momento, la travesía fue maravillosa. La guía, imprescindible para la conservación de la zona y sin cuya presencia no puede navegar ningún barco, nos iba comunicando la presencia de pingüinos azules, pingüinos crestados, delfines "nariz de botella" y focas, muchas focas, sobre todo a la salida del fiordo, cuando llegamos a las aguas más bravas frente al Mar de Tasmania, en la denominada Isla de la Secretaria, y tras cruzar Malaspina Reach. En las Islas Nee, que debe su nombre a Luis Nee, uno de los botánicos que viajaban en la expedición española de 1750, presenciamos el lugar exacto por donde entraron aquellos intrépidos exploradores y que sin duda vieron tal y como es ahora, cubierto por una vasta colonia de focas. Los neozelandeses han prohibido la pesca en toda la zona, y se preocupan mucho de que el paisaje se mantenga lo más puro posible. Prefieren mostrarlo de manera turística y severamente controlada, que dejarlo al pasto libre del comercio.

    No pude hacer kayak -porque no me sentía nada seguro sin las gafas- aunque me hubiera gustado. Apenas estuvo Helena una hora en su canoa por las aguas del fiordo, pero desde el barco rabiaba de envidia. Tener un tropiezo y empaparse en agua hubiera sido el colmo, así que me mostré previsor, y me dediqué a hacer fotos, la mayor parte de las cuales -todo hay que reconocerlo- no valieron un colín, pero la simple presencia en un paisaje tan encantador merecía la pena. Podías pasar el rato mirando la selva de las orillas, tupida, fría y húmeda, los ojos se relajaban y el corazón, al ritmo de la respiración, te iba llenando de una paz cautivadora. Fue un viaje fantástico al centro mismo de la naturaleza más pura. Una maravilla. Despertar al día siguiente y contemplar cómo los rayos del sol penetraban cálidamente en el fiordo, creando brillos, nieblas y contornos, no tiene precio y resulta muy fascinante.


    Tuvimos, durante la travesía, la oportunidad de intercambiar experiencias con una pareja heterosexual de suizo que viajaban también por Nueva Zelanda, sólo que en sentido contrario, lo que nos permitió coordinar un poco más nuestra visita por la isla del Sur y a ellos su viaje hasta la del Norte, y al regresar de nuevo a Te Anau, pasamos por una farmacia y me compré unas gafas de vista cansada que, hasta que pueda hacerme unas nuevas, me servirán para escribir y echar un vistazo a los planos. Esta mañana, tras la adquisición de mis nuevas gafas, he puesto rumbo hasta Invercargill, la ciudad más al sur de la Isla del Sur que, según los neozelandeses, que para estas cosas son unos exagerados, es la ciudad más sureña del globo.

     La Vampi, con el depósito lleno, ha cruzado sin problemas los más de doscientos ventosos kilómetros que separan ambas localidades e incluso nos hemos atrevido a llegar hasta el cabo de Oyster, en Bluff, para asomarnos al balcón donde se encuentra la tercera isla neozelandesa: Stewart. No cruzaremos el Estrecho de Foveaux para llegar a Oban, hemos decidido continuar por la costa hasta Danedin. Escribo esta noche desde el cámping de Oteri, a 10 kilómetros de Invercargill, y hace un frío que pela el cutis. El paisaje ha cambiado. Llanuras verdesd y mucho ganado. Antes de llegar, en Wakapatu y, sobre todo, en Riverton, los árboles, parecidos a las encina de la isla de Hierro, en Canarias, tumbaban sus copas espesas a la altura misma de las raíces. Los jardineros de la zona utilizan el viento y los árboles para que hagan de frontón, resguardando las casas. El mar en esta zona está muy picado. Al fin y al cabo, después del Ivercargill, sólo queda la Antártida. Menos mal que es primavera y el verano está cerca.