El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 3 de noviembre de 2013

Las décimas y los imponderables




  Cuentan los medios de incomunicación que «estamos» saliendo de la hondonada. Igual reciben ahora más anuncios o venden más periódicos que antes y se han venido arriba, pero que tengan suerte un puñado de majetes no significa que a los demás nos haya tocado la lotería. La incredulidad entrecomilla los plurales mayestáticos. No interpreta la identidad ajena como si fuera propia, y en mi caso no es una cuestión de amor propio sino de pertenencia, de ahí que tienda a averiguar si las afirmaciones categóricas son producto de una encuesta sesgada, de un espionaje masivo o de una vulgar estrategia para abrillantar las grandes cifras. Como es muy fácil asegurar que hemos crecido una décima con respecto al mes anterior, he cogido el metro del costurero, lo he clavado con unas chinchetas a la pared del pasillo –para darle un empleo en precario al pobre pasillo, que es infinito y sólo sirve para pasear- y he llegado a la conclusión de que no aprecio oscilaciones significativas. Ni siquiera una leve moderación en el crecimiento o una merma igual de ridícula que pudiera manipularse después como síntoma de cualquier sandez.

  Que hubiéramos crecido algo se me antojaba una conjetura con escaso fundamento, aunque fuera una décima, pero los ciclotímicos nos ilusionamos con cualquier estímulo y nos volvemos muy menesterosos en la comprobación de los datos, sólo así despejamos las dudas. A mi edad, en la que sólo cabe ir menguando, mantener la altura te obliga a ciertos esfuerzos, y no hablo de los deportivos, que requieren de un entrenamiento constante y reportan en cambio escasas alegrías, sino más bien de los estiramientos fortuitos en situaciones imprevistas. Elevar puntualmente una caja, por ejemplo, o desembolsar una cantidad que no habías contabilizado previamente. Por mucho que se empeñen los jefes, la vida no trae un manual de instrucciones ni una hoja de ruta. Los imponderables tienen mala prensa porque nadie los quiere ni los necesita y sin embargo se empeñan en aparecer en los momentos menos indicados.

  Te ves dando brincos, aupándote en un taburete o armando la escalera para alcanzar cualquier cosa no vaya a ser que se derrumben los horizontes, y con ellos las expectativas e incluso las esperanzas. El mundo se empeña conmigo en situarse a la misma visual que hace varias décadas, parece estancado en los ciento setenta y cinco centímetros de galibo y todo lo que quede más allá de esta medición requiere un plus de competitividad, aunque sea con uno mismo. De modo que, tras un concienzudo análisis, he considerado la situación como un éxito, que es más o menos lo que hace el gobierno con desfachatez aunque lluevan chuzos de punta. O por decirlo de otra forma, tal vez he ido estirando el propio metro de la costura hasta que ha dado de sí y ahora completamente deforme no ofrece otro dato que el que yo quiera leer.

  Sostienen los jefes que a fuerza de no gastar ahorraremos algo y que ese algo es lo que crecemos. Todo es cuestión de prioridades y las prioridades se fijan según los ingresos, de modo que si no les entra un colín en casa estarán condenados a crecer. Ya saben que si no se puede crecer a lo ancho no queda otro remedio que tirar hacia arriba. A mí me ha costado tres meses perder un agujero del cinturón, tal vez por eso no encajo en las estadísticas. Pero no me desanimo más de lo suficiente. Pensaba que gracias a la tecnología no tendríamos modo de dominar el estrés y que terminaríamos todos infartados en cualquier paso de cebra, pero al ritmo que nos movemos en la actualidad sólo cabe sufrir un ataque de pánico. Aunque el desenlace parezca similar, por los síntomas, no es lo mismo funcionar a cámara lenta que perder el culo a toda prisa. Al final siempre te detienes y en esa frenada se preguntan muchos si ha tenido algún sentido la carrera o si merecía la pena semejante esfuerzo para terminar comiéndote una esquina. Y lo primero que sientes entonces, aparte de la confusión, es que algo no cuadra.