El Cuaderno de Sergio Plou

     


sábado 13 de agosto de 2011

Las medidas del paño




    A las cinco de la mañana suena el despertador y contemplo con pesadumbre que todo el mundo en la habitación —ocho literas ayer y veinticuatro hoy— han dormido como un roble. O mis ronquidos ya no son lo que eran o esta gente es de amianto. A menudo preparo un café instantáneo con agua caliente recién salida del grifo —si es que hay agua caliente— y un generoso chorro de leche condensada, en el que me dispongo a mojar, en el mejor de los casos, un croasán de goma que ha viajado en la mochila hasta tomar la forma del enchufe de la alargadera. En lugar de zumo de naranja me endoso un gramo de vitamina C efervescente, y a eso de las seis y cuarto comienza el espectáculo. Hay para todos los gustos. Desde los japoneses, que caminan con estoicidad, a los menores italianos de la JMJ, que llegarán a Burgos y cogerán un bus a Madrid para que el señor Ratzinger les cuente las mismas bromas que podrían oír en su casa. Con doce días de castigo compostelano lo mismo te encuentras en un albergue a una familia francesa que viaja con un par de burros que a una tropa de más de doscientas personas y d eidéntica nacionalidad que acaba tomando santo Domingo de la Calzada cantando cancioncillas de corte fundamentalista mientras pasean por la localidad a sus lisiados y discapacitados. También irán a Madrid para que el señor Ratzinger les perdone sus pecados.
Compostelanos alemanes, megacarro del nene sin desperdicio

   
Claustro y cúpula, Monasterio santa María la Real, en Nájera

    Qué les voy a contar. Servidor, cuando llega a un albergue católico, de los que piden la voluntad como pago de la pernocta y el uso de las instalaciones, no aflojo la mosca ni aunque me cojan por los tobillos. Creo que los seis mil millones de euros al año que reciben del Estado son más que suficientes para mantener las instalaciones que les construyeron por el morro, explotar a los voluntarios que las regentan y en la mayor parte de las ocasiones cobrar además cinco euretes. Así que no tengo remordimiento de conciencia en ir gratis cuando no cobran. Pagué por ver el monasterio de santa María la Real (la auténtica, debe de ser, no la ficticia) donde mi compañera sentimental no pudo resistirse a adquirir el «anillo del camino», que produce similares efectos a los del ceregumil, aunque sea de acero pintado de negro y lleve número de serie.

    Normalmente nos calzamos diez u once kilómetros hasta el receso del bocadillo. Antes nos costaba un par de ampollas plantares, ahora es fácil que en dos horas y media cubramos la distancia, incluidas las tachuelas que vayan saliendo (pequeñas lomas que te dejan sin habla), lo que supone descubrir que nuestro estado físico se asemeja al de las liebres de duracell. Supongo que, más que un fenómeno místico se trata de un fenómeno paranormal. Ni en mis mejores sueños esperaba tamaño desparpajo locomotor. Serán los efectos de la tortilla de patata que nos jalamos mano a mano a lo largo y ancho de la jornada. Las tortillas plastificadas del supermercado son como los misterios de santo domingo de la Calzada. Al parecer, dicho santo logró que un pollo hablara después de asado. Nuestras tortillas son superiores, porque no sólo nos alimentan durante un día entero sino que tienen el poder de resucitar a los muertos. Sólo son comparables a nuestro pan de molde, que lo mismo sirve para bocadillos que para desayunos y que consigue formas romboidales de incomprensible belleza durante el trayecto. Las chocolatinas durante una etapa soleada cambian del estado sólido al líquido y los tomates maduran tan rápidamente entre las camisetas y las bragas que cualquier día los veremos germinar en un calcetín. Se nota que le estamos tomando las medidas al paño.

    Escribo la presente desde el albergue de Belorado, dentro ya de la provincia de Burgos, en la comunidad castellano leonesa. Mañana nos toca el día más duro de todo el camino hacia Finisterre, porque trotaremos por los Montes de Oca, en cuyas cimas auguro que no habrá siquiera un pato para recibirnos. Ayer disfrutamos de las habilidades de un especialista en dolencias pedestres, que lo mismo te revienta ampollas que te envuelve el pie en esparadrapo o te masajea las pantorrillas. Toda una bestia de los senderos. Sería fantástico que nos esperase mañana en los últimos metros con un ambú, pero no caerá esa breva. Menos mal que al día siguiente estaremos en Atapuerca.