Las orejas del lobo
miércoles 25 de junio de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    La imparable subida del petróleo está poniendo la vida más difícil y la caída del dólar en los mercados internacionales hace que el socavón sea más grave. El mundo depende tanto del crudo y de la divisa norteamericana como del idioma inglés. Vivimos un grave momento de transición hacia otro tipo de economía, donde enladrillar el planeta y llenarlo de automóviles será tan absurdo como encender la televisión para ver anuncios. No estamos frente al apocalipsis, tan sólo se trata del precipicio al que nos abocamos por saturación. No hemos encontrado otra manera de responder a la crisis, tampoco nos interesa. Creemos que la transformación no está en nuestras manos y simplemente dejamos que todo se vaya al garete. Indicadores que demuestren la debacle del sistema existen demasiados como para no prestarles la debida importancia. Aunque nos hemos acostumbrado ya a no hacer caso de los alarmistas, las bolsas, que son un carrusel últimamente, a duras penas se elevan medio punto tras bajar a cotas impensables hace dos años en pocas sesiones. El desempleo crece a gruesas zancadas y la mediana empresa aguanta el tirón manteniéndose bajo mínimos productivos. Los más optimistas aseguran que saldremos del agobio en tres años. Los más pesimistas, los nuevos seguidores del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, nos animan a escapar hacia países del tercer mundo, donde tarde o temprano se abrirá un mercado emergente. La sabiduría popular y callejera, el territorio lúmpen de la existencia cotidiana, se maneja bajo parámetros irrelevantes para los corredores bursátiles o los más finos estadistas, y sin embargo ofrecen datos incontestables. En el duro gremio de la prostitución crecen los impagados y el negocio se rebaja al 60%. Dentro de nada el euribor dará una nueva vuelta de tuerca y muchos de los que están pagando la hipoteca se la tendrán que comer con patatas, porque a las entidades financieras no les interesa hacerse con pisos que luego no podrán vender. La industria turística, la que ha tirado del carro económico desde siempre en este país, languidece haciendo impresionantes ofertas de última hora para salvar la temporada veraniega. La desaceleración es un frenazo de tomo y lomo y el Gobierno se ha fundido el superávit, sólo le queda el 20% para gastar y poner parches. Regresa el déficit y vuelven las vacas flacas, así que la clase media, como siempre, se refugia en el fútbol. El dinero ya no tiene el mismo valor que hace ocho años, cuando entró en vigor la nueva moneda. A medida que Europa continúe ayudando a los bancos y cajas de ahorro todavía valdrá menos. En los tiempos que corren, conservar el puesto de trabajo será un lujo y las condiciones laborales se deteriorarán progresivamente. Soy de los que piensan que aún no hemos visto nada en comparación con lo que ha de venir. Los mensajes de la propia Expo son evidentes, no hay que ir muy lejos porque se escriben en letras gruesas y en espectáculos nocturnos, como el del Iceberg. Sin embargo preferimos acudir al pabellón del Agua Extrema para sufrir los efectos de un tsunami, no me extraña que comentemos después que nos ha sabido a poco. No tenemos conciencia de que vivimos en un espectáculo cuyos protagonistas somos nosotros, así que el tortazo puede ser tremendo. Las mismas instituciones que se resisten a hablar de crisis contradictoriamente apadrinan un evento cuyo mensaje más claro es la llegada de un caos monumental. Resulta surreal que asistamos al desastre con espíritu marciano, creyendo que se resolverá por arte y gracia de birlibirloque, depositando en nuestros dirigentes una responsabilidad de la que sin duda carecen. En caso contrario, ¿no tendría que maniobrar de otro modo?

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