Las privatizaciones
martes 25 de noviembre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Cualquier gestor sabe que las instalaciones deportivas son rentables. Unas más que otras, claro, es cuestión de ser riguroso con las cuentas y no dejarse llevar por alegrías insustanciales ni decadentes proteccionismos. La municipalidad de nuestros conglomerados deportivos será un negocio más o menos bollante según la intención y las medidas que se apliquen. Hay una corriente privatizadora en nuestro consistorio que denuncian los sindicatos y callan los políticos. Detrás del intento de convertir una instalación pública en negocio privado existe un interés particular, lo que desde antaño se denomina amiguismo. Precisamente porque un centro es rentable acaba regalándose a una empresa privada. Así de simple. La maquinaria de este tipo de negocietes nos cuesta un ojo de la cara y en época de crisis los dos. Toda esta sandez empezó con la triste época del felipismo, donde se hizo especial hincapié en señalar que una serie de empresas públicas funcionarían mejor si estuvieran en manos privadas. Para hacer más digerible esta medida al conjunto de la población se manipularon las mentalidades más rancias, aquellas que favorecen una mirada tradicional en contra de los funcionarios. En Madrid, donde la privatización ha llegado hasta la médula, los usuarios siguen creyendo que las instalaciones regidas por empresas privadas continúan siendo públicas. ¿Por qué? Porque sus trabajadores «parecen» funcionarios, porque se advierte un deterioro progresivo en los centros y porque encima los precios de acceso son más caros.
    Hablar de privatizaciones es sinónimo de pelotazo. Nada funciona mejor porque lo manejen los amiguetes de alguien, no seamos ingenuos, es una cuestión de números. Un trabajador municipal no es mejor ni peor por tener un sueldo público, otra cosa es que no se le exija la faena que le corresponde. Al empleado en una empresa de trabajo temporal no cabe exigirle nada porque está con un pie en la calle, por algo ha firmado el finiquito antes de entrar, así que su comportamiento laboral dependerá de la presión que se ejerza sobre él y sus circunstancias personales. El meollo de la cuestión reside en la empresa que dirige las instalaciones, la que se hace cargo de la faena, cuyo único interés estriba en sacar más dinero del que hay en juego. Lo público es rentable, pero en general se extrae de una instalación lo justo y poco más para mantenerla en funcionamiento. Depende de su situación geográfica en la localidad y de los deportes que puedan practicarse, depende incluso de cómo se asocien por centros y pabellones para que obtengan un superávit o resulten deficitarias. No hay más cera que la que arde.
    Las ciudades crecen, nacen nuevos barrios y surgen en la población necesidades que el consistorio debe costear. Un ayuntamiento posee suelo disponible pero carece de capital para sufragar la construcción de nuevas instalaciones. No lo tiene porque no le interesa políticamente acceder a ese capital. En su lugar, permite a una entidad privada que solicite un crédito y edifique en suelo público, rentabilizando esa inversión en menos de diez años y obteniendo un interés de más del 11% en el peor de los casos. Para que esto sea así, un ayuntamiento cualquiera entrega durante cuarenta años la dirección de este servicio a la empresa en cuestión. ¿Qué ocurre? Pues que en menos de una década las nuevas instalaciones son obsoletas. No se invierte un céntimo en ellas porque el negocio está cumplido. Se dirige un centro deportivo igual que una fábrica de anchoas y el resultado es que a los cuarenta años el ayuntamiento heredará un local ruinoso con una práctica empresarial catástrófica, la cual terminó alejando del centro a los usuarios por si ocurría una desgracia. A los políticos les da igual. No hay un partido en el planeta democrático que se plantee una acción a cuarenta años vista, sin embargo no dudan en regalar a cuatro décadas un servicio público que escapa a su control pasados los primeros cuatro años de existencia. Así de triste. Mientras el negocio esté en el ladrillo, los servicios no avanzarán. Seguir reclamando la privatización del espacio público supone no haber aprendido nada de la crisis que tenemos encima. Estamos precisamente en el punto opuesto. A los amigos de lo ajeno les parecerá mal, pero es que la práctica demuestra que ellos lo están haciendo todavía peor. Y se escapan de rostitas.

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