Legañas
Crónicas
© Sergio Plou
sábado 19 de enero de 2008

   Hace mucho que no me levantaba con los ojos pegados. Cuando digo pegados estoy hablando de adherencias poderosas, sustancias similares a la goma arábiga. O todavía peor, al pegamento de contacto. De crío me despertaba y no tenía la impresión de amanecer a un nuevo día. Al revés, me conectaba a un largo estado de vigilia repleto de cientos de variantes aleatorias. Una vez me despabilé creyendo que necesitaría un cúter para desgajar lo más hondo de mi pequeña conciencia, tan reacia siempre a ir al colegio como a levantarme de la cama. Otro día, resistiéndome a recordar lo ocurrido la jornada anterior, me sobrecogía ante la idea de que tendría que prenderme fuego a las pestañas si quería apartar las sábanas. Las sábanas eran dos: las que daban forma al embozo que cubría la manta, y las que cerraban mis globos oculares en un perfecto punto de sutura. Me ponía de los nervios imaginándome que mis padres me iba a llevar al trote rumbo al hospital más próximo, donde un médico gañán y a todas luces sádico, a tenor del bisturí que portaba en la mano, sajaría malamente aquella película carnosa que de no cortarse rápido se convertiría en cuero. Al día siguiente, sin embargo, volvía a olvidarme del problema. Al escuchar el reloj de la mesilla se me antojaba un cuclilllo, una rana o el claxon de un camión, y regresaba tan campante al mundo de los sueños. Al sonar el reloj con ese zumbido imbécil de los años 60, ese sonido pedorro y cruel que me recordaba la obligación de ir a la escuela, el corazón se me agitaba pensando que ya era hora de levantarse pero que no había luz en el planeta. La realidad de mi cuarto era tan oscura que era imposible descifrar si me había quedado ciego o continuaba en los reinos del sopor. Las legañas cubrían de tal modo mis párpados que antes de poner un pie en las baldosas gastaba litros de saliva en despegarlos. Lo hacía en secreto, por si acaso se organizaba un sindiós en el domicilio familiar. Si hay algo peor que una tragedia aragonesa es el caótico melodrama que se monta.
   Investigadores israelitas acaban de descubrir que dormir una hora y media de siesta todos los días rejuvenece la memoria. A mí nunca me ha gustado la siesta, con despertarme una vez al día tenía suficiente. Me preocupa haber regresado, mediante la aparición de las legañas, al territorio surreal de la infancia. Dicen que la culpa es del cambio climático. Que estamos sufriendo un mes de enero demasiado cálido y que los virus pululan a su gusto yendo y viniendo entre los cuerpos a golpe de tos y de estornudo. Ahora no sólo me despierto con los ojos pegados, sino que cuando consigo abrirlos descubro con horror que los tengo inyectados en sangre, rojos como pimientos. Se me constipa la visión, la conjuntivitis me enseña su tarjeta de visita. En cuanto a la gripe se refiere, mi compañera sentimental goza exactamente de los mismos efectos secundarios, así que hemos acordado para este tarde acudir a una sauna pública y dejar allí nuestras miasmas. Desde luego no es gesto muy solidario, pero soy de los que piensan que las desgracias bien repartidas duelen menos. O como dice el padre Pateras, allá al sur de Andalucía, la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

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