Levantando tumbas
viernes 5 de septiembre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Una de las habilidades del periodismo actual requiere convertir el granizo en nieve para que una noticia sobre el cambio climático resulte todavía más espectacular. No es suficiente con que a más de doscientos kilómetros de Nairobi, en un pueblo cercano a la ciudad de Nyahururu, caigan del cielo piedras de agua helada y sean además del tamaño de una pelota de fútbol, si es posible llamar la atención un pelín más, aunque niegue la cordura de lo que registran nuestros ojos, simplemente se hace. ¿A quién le importa? Hasta el gobierno keniata aprovecha la ocasión para afirmar que si nieva en África algo chungo de veras estará ocurriendo en el planeta, así que la manipulación que se realiza parece tan tonta que sin duda es el producto de estar luchando por una buena causa. El problema surge cuando las causas no son tan amigables como parecen y, por decirlo de una forma suave, basculan según los intereses económicos de las grandes fortunas. Desde siempre, la diferencia entre informar y deformar salpica de intenciones las noticias. Da lo mismo que se hable de centrales atómicas, divisas, oro negro o ballenatos en peligro de extinción, somos animales curiosos que comparten datos y en el trasiego de las comunicaciones deslizamos en el mismo lote y desde antiguo tanto los avisos y las falsedades como las inexactitudes, los rumores y las más variopintas confidencias.
    En las guerras presentes, sin ir más lejos, resulta muy complejo verificar la realidad de los hechos y a menudo, mientras se cometen crímenes y violaciones, al mismo tiempo se intoxica a civiles y militares con mentiras sangrantes, verdades confusas y estúpidos patriotismos. Una guerra es el clásico ejemplo maniqueo de que el fin justifica los medios. Imaginemos por un momento la trascendencia que debería de tener el hecho de ponerse a levantar las tumbas de una contienda que hizo polvo este país hace más de setenta años, ¿no es importante que un juez impulse esta tarea? La impresión que se está dando es justo la contraria. Se le acusa de arrogante y de necesitar un protagonismo excesivo en los medios para sentirse un héroe de cómic.
    Al lado de las descalificaciones surgen un cúmulo de comentarios que, en lugar de colaborar en el empeño, aún echan más tierra sobre los desaparecidos. Alcachofa en mano, los periodistas de guardia acuden para recoger las opiniones de los hijos de aquella contienda. Los abuelos se muestran airados, cansados o esquivos, afirman que no es bueno ir levantando ampollas y que es mejor dejar las cosas como están. También se entrevista a los que trabajan en la Justicia y los vemos echándose las manos a la cabeza, pues sus despachos y oficinas, saturados como están por la burocracia, podrían convertirse de la noche a la mañana en fábricas recicladoras de papel. No hay medios, según aseguran los agentes judiciales, para emprender una tarea de tal envergadura y en lugar de solventar los problemas que les ahogan se lanza sobre sus espaldas una carga todavía mayor. Pocas voces se escuchan a favor del conocimiento, es como si la verdad de la Historia no le importase a nadie e incluso resultara molesta. En algunos instantes nos dejan oír la versión de los parientes más cercanos, aquellos que desconocen el paradero de sus familiares más queridos o los que sabiendo dónde se encuentran sus restos querrían darles sepultura. Todavía no me he encontrado a quien explique cómo es posible que a estas alturas se nos niegue el acceso a la verdad. Se supone que hace décadas ya que terminó la transición democrática, tan pacífica y ejemplar que se vendió al resto del mundo como un modelo. ¿Acaso el permanente silencio de las víctimas era el precio del cambio? No lo sé, pero es lo que parece. Cuando contemplo a los maravillados keniatas con los chuzos de granizo entre las manos pienso que somos unos ingenuos y que es muy fácil dárnosla con queso.

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