El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 20 de febrero de 2013

Nuestro derecho de admisión




  No veo debate por ningún lado, la verdad sea dicha, y eso que nos bombardean hasta la saciedad. No sólo en periódicos y radios sino también en los televisores, con lo poco ágiles y entretenidas que son las conferencias parlamentarias. Las teles, que convierten las viejas tertulias en un espectáculo de gritones, para hacerse de algún modo con el fiasco del debate sobre el estado de la nación, trocean los monólogos para que sean menos indigestos. Gracias al recorta y pega, manipulan el orden de las intervenciones y consiguen que los diputados se contesten de manera inmediata. Sólo entonces se produce el milagro ficticio del debate. El parlamento, como la gala de los Goya, produce un efecto tan soporífero en los espectadores que huyen buscando refugio en otro canal. Ya es un fenómeno viejo. Desde la mal llamada transición política, no se ha conseguido ni se ha querido conseguir que los diputados realmente debatieran sobre algo. El formato no lo permite. La misma cámara, la sala que cobija a los representantes, es herencia del régimen anterior y está diseñada en herradura para que no se produzcan diálogos ni encontronazos. Si quieren tener cierto éxito entre la concurrencia, los políticos deberían montarse otra cámara, una que favoreciera los roces, redujera el tiempo de exposición y quitara de en medio los púlpitos y los atriles. Si hay algo que recortar en este país no es la sanidad, la educación, la vivienda o la justicia, sino esta cháchara insufrible.

   La ciudadanía está suficientemente informada, incluso deformada, para aguantar durante horas el palabrerío inútil, las idas y venidas de las bancadas, el murmullo de fondo que no aporta nada. Salvo cuando escuchamos con nitidez que alguien nos manda al jodimiento, en raras ocasiones tenemos la sensación de que allí se está hablando de nosotros o para nosotros. La distancia entre representantes y representados es tan abrumadora que hace daño a la vista. Si en el grupo mixto, por ejemplo, pueden resumir sus posturas en cinco minutos, no sé por qué los demás, al margen del número de escaños, necesitan tal cantidad de tiempo y de palabras para endulzar lo que dicen o, lo que es más triste, para hacer lo que hacen. No me extraña que terminemos fijándonos en los que matan el rato cortándose las uñas. Veo a los diputados demasiado cómodos siguiendo el protocolo, paseándose por los pasillos, bajando y subiendo las escaleras rumbo al estrado y echándose su sorbito de agua para aclarar la garganta. No hay presión o no la sienten. Tampoco es posible pedir la palabra, o interrumpir siquiera. Van a lo suyo y aburren a las ovejas. Además, una vez que terminan de soltar la perorata los líderes, el congreso de los diputados vuelve a su letargo habitual de escaños vacíos y sonoros bostezos.

  El sistema con el que tenemos que lidiar debe empezar a regenerarse por algún sitio, aunque sea por las formas. Métanse algo de caña, por favor, que no hay cuajo ni parece que tengan sangre en las venas. Ya no les pido que hagan una moción de censura. Tampoco que sacrifiquen un cabrito. Y si alguno se asfixia en los lavabos con una bolsa de plástico en la cabeza quizá levanten por un segundo los índices de audiencia, pero deben comprender que sería una anécdota y que así, anécdota tras anécdota, no vamos a ninguna parte. Hay que regenerar el fondo y llegar hasta el meollo del asunto. La ciudadanía debe elegir directamente a los diputados mediante listas abiertas, empujando hacia arriba a los más aptos. La mediocridad política es tan evidente en el hemiciclo que resulta fácil explicar el deterioro democrático y el desapego, por no decir asco, que emanan los líderes cada vez que suben a la palestra. Y en este contexto resulta imposible tomar una decisión acerca de quién gana o quién pierde. Es muy probable que a estas alturas seamos nosotros los únicos que estamos perdiendo. No sólo la paciencia, sino también los pocos derechos que nos quedan.