El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 1 de agosto de 2009

Ocupaciones de difícil cobertura




  Jenny, Eloísa e Ibón, las acuáticas vecinas del entresuelo, tienen un chico de los recados, que al mismo tiempo arregla estropicios o actúa como maestro de ceremonias durante las fiestas, al que se refieren por Dámaso y es de orígen peruano. Si exceptuamos la atípica y cegadora presencia de Dj Rancio en la escabrosa existencia de Jenny —la zagala de cuyo ombrigo cuelga siempre un iphone—, las excéntricas y cojeantes visitas de Eloísa al ático del inmueble —desconozco todavía si para tomar el sol o inventarle cartas astrales a la octogenaria viuda que vegeta en el palomar— y la gélida Ibón, la que me juró la semana pasada haberse echado un tinieblo, siempre estuve atento al constante tráfago de sujetos masculinos en la antigua ortopedia.

  Las alegres cabalgadas nocturnas de mis vecinas, estrepitosas en cuanto a movimientos pélvicos y fuertemente acompasados en dolby estereo y seguramente digital —como vecino y a título informativo— también llamaron mi atención los lamentos del más variado espectro que emergían de la casa contigua, habitualmente los fines de semana. ¿Estaban degollando a alguien o habían instalado un burdel? ¿Cabían ambas posibilidades?

  Traspasaban los delgados tabiques de mi domicilio soberbios alaridos guturales, lanzados al vacío en escala cromática, y a los que yo prestaba escasa o nula credulidad pero que tenían la virtud —por lo inesperado— de ponerme los pelos como escarpias, y las más vaporosas e inapreciables murmuraciones, que me obligaban a pegar la oreja al ladrillo y me mantenían despierto hasta altas horas de la madrugada. Las carreras, carcajadas y trompicones, concatenaban un intermedio con otro mediante una ducha individual, a la que seguían media docena, o una ducha colectiva, siempre tumultuosa y a modo de regocijante catarata.
   Los hombres iban y venían siempre de una forma discreta, y me refiero a sus andanzas exteriores porque las interiores eran un fenómeno paranormal. Ninguno empleaba las escaleras, sino la puerta que conectaba directamente su entresuelo con la calle. Los primerizos e intempestivos timbrazos que recibí en el interfono a los pocos días que vinieron a ¿vivir? remitieron enseguida, cuando mi compañera sentimental tuvo un serio intercambio de opiniones con los responsables del error. Es memorable la amenaza de salir a la acera en bragas, pero bien armada con uno de mis paraguas a modo de banderilla, para clavárselo en la colleja a cualquiera que se interpusiera en su descanso. A partir de ese momento, la llegada de un hombre al domicilio de mis vecinas iba precedida casi siempre de una llamada telefónica.

   Generalmente la atendía Jenny en su iphone, que se sentaba en el alféizar de su única ventana, la que da al patio de luces, donde se fumaba tranquilamente un pitillo en animada cháchara. El pitillo solía volar después de sus manos formando una parábola rumbo a mis tiestos, pero casi nunca acertaba. Arrobada por el anómalo crecimiento de mi esparraguera, que lo mismo ofrece minúsculas flores rosas que blancas, Jenny negaba o asentía, salpimentaba el diálogo mediante misteriosos silencios, se reía con descaro para acabar fijando una hora o sencillamente mandaba a hacer puñetas a su interlocutor. Con las artes de oratoria que despliega siempre por teléfono todavía no me explico la causa de que sea Jenny tan parca en estado presencial. Ni tampoco que no haya visto negocio en montarse un consultorio erótico. Sus razones tendrá.

  Al cabo de un rato, una vez terminada la conversación telefónica, se oían indefectiblemente unos tacones correteando apresurados de una  esquina a otra de su estancia. El sonido de los zapatos, convergía tarde o temprano en el más alejado de sus extremos, donde se abría una puerta y podía escuchar yo una voz masculina adentrándose en aquella guarida. A medida que se iban repitiendo estas visitas, dejándome llevar por los prejuicios tradicionales de mi sexo y como haría también cualquier vecino cincuentón, acabé proyectando un análisis acerca de los hombres que se acercaban al entresuelo anexo.

  Al principio la tarea recompensó mi sana curiosidad, limitándome a escuchar lo que llegaba a mis oídos de una manera accidental. O viendo lo que a mis ojos, de una forma ortodoxa, se presentaba. Poco a poco esta manía adquirió tintes de espionaje, entendiendo la materia en su acepción más enfermiza. Reconozco, por ejemplo, que llegué a salir a la calle —pegaban cuarenta grados a la sombra y eran las tres de la tarde— con el estúpido propósito de reciclar mis basuras. Mi salida coincidió de lleno en el preciso instante en que un policía nacional, debidamente uniformado, llamaba a la puerta de mis acuáticas vecinas. Si ya de por sí ver a la pasma no presagiaba nada bueno, el hecho de que no usara el timbre sino que emplease la aldaba me sobrecogió de tal forma y extremo que al día siguiente instalé una cámara web en lo alto de mi ventanuco. Orientada hacia la izquierda, abarca desde el felpudo al dintel, lo que me permite fisgonear a las vecinas confortablemente sentado desde la silla de mi despacho.

   Un individuo bajito, de tez morena, llamó enseguida mi atención. Supe después que se llamaba Dámaso, un nombre que en griego significa domador, pero que realmente dedica su tiempo a lo que el instituto nacional de empleo calificaría como ocupaciones de difícil cobertura. Para Eloísa, por ejemplo, es su «couch» personal. A Ibón le hace la compra y a Jenny, cuando le toca fregar el piso, se lo deja como los chorros del oro. Dámaso, de edad imprecisa, porque lo mismo aparenta rozar la treintena que apenas podría tener dieciséis, es un 4x4 que igual viene con unas fotocopias o lo ves entrando con una saca de esacayola. Está cuando le llaman, la hora no es un inconveniente. Todavía no sé lo que cobra por sus servicios, pero incluso intercede en sus broncas y cuando eran cuatro hasta desempeñó el papel de verdugo, poniendo de patitas en la calle a la que elijieron las otras tres. Si es que llegaron a ponerse de acuerdo, que nunca tuve la certeza. Además es el único que tiene dispensa para entrar por el rellano, como si las escaleras del patio se convertiesen en las propias del servicio y fuera lo más lógico para él utilizar la puerta de atrás. Esta mañana, cuando salía a comprar el periódico, nos hemos dado casualmente de bruces. Acunaba en los brazos un hermoso cesto de mimbre, bastante grande y pesado, cubierto con un mantel a cuadros. Daba la impresión de salir a pasar el sábado al campo.

  —¿Qué tal carreta, cómo le va? — dijo muy lisonjero.
  —Empezando agosto — respondí con cara de sueño.
  —¿Y no se bota de vacaciones?
  —Hasta finales de octubre no me caerá esa breva.
  —Ah, pucha —suspiró—. Mejor tarde que nunca.
  —Eso dicen —comenté. Creía ya que estábamos manteniendo aquella conversación en un ascensor imaginario.
  —Entonces nos vemos por aquí —concluyó Dámaso—. Ya sabe. Si tiene alguna yapa que ofrecer, no dude en ponerse en contacto conmigo. Las chicas sabrán dónde encontrarme.

  Acarreó el cesto escaleras abajo. Haciendo malabarismos con el tirador abrió la puerta de la calle y desapareció por la acera misteriosamente.