«Opt-out»
martes 10 de junio de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Los anglicismos nos devoran las canillas. Las pocas neuronas que nos dejan vivas la televisión y el fútbol, que son un matrimonio perfecto, se las zampan después los eufemismos, esas palabras que disfrazan la realidad para hacerla más digerible. Los eufemismos buscan entre los ingleses y los americanos del norte nuevos conceptos que manipular para que el resto del mundo no llegue nunca a entender el meollo de la vida. A los jefes les da buen resultado emplear una jerga idiota para equivocarnos. Muchos vocablos económicos sustituyen ya a los términos convencionales, dejando sin argumentos a las generaciones de jóvenes que son pasto del trabajo temporal. En lugar de arrimar menos el hombro y disfrutar del ocio, nuestros jefes hacen ver lo hermoso que es dar el callo para que ellos se rasquen la panza. Así nació el «opt-out» o superación voluntaria de la jornada máxima de trabajo. ¿Cuántas horas se puede faenar a la semana sin alterar la legalidad vigente? ¿40, 48, 65 ó 78? Depende de los países. En el Reino Unido, por ejemplo, son 78 horas y esta permisividad asiática no termina con la tradicional flema británica. Al revés, cada día que pasa es necesaria más flema para no coger un fusil en plan yanqui y subirse a la azotea. Aunque comienzan a producirse en las escuelas fenómenos similares a los de Columbine, no es preocupante para la Comisión de la Unión Europea porque pretende elevar al Parlamento un proyecto de ley que permita a cada cual trabajar lo que le venga en gana. Sería suficiente con manifestar libremente su voluntad de ganarse el jornal a conciencia y sin frenos. El asunto iría en contra del Estado del Bienestar pero, ¿a quién le importa si favorecería el Bienestar del Estado y a sus más furibundos aliados, los benéficos empresarios y las multinacionales del planeta? Gracias al «opt-out» no hará falta perder el tiempo en añagazas y escondecucas, los destajistas podrán campar a sus anchas y los amos disfrutar desde el butacón y sin el menor problema de tan laborioso espectáculo. Se acabaron los sobres bajo mano, el apañete en las cuentas para la seguridad social y el absurdo espionaje de los inspectores, hasta el sindicalismo perderá el último resquicio de controlar al peonaje y chantajear al mismo tiempo a la dirección para mantener su influencia, prerrogativas y prebendas. La épica leyenda, «el que no trabaja es porque no quiere», figurará en el frontispicio del Parlamento Europeo si sus diputados deciden apoyar el «opt-out», asunto que parece inminente. Al ser imposible conciliar la vida laboral con la familiar entraremos de lleno en la niponización de ambas. Hace mucho tiempo que los jefes cayeron en la cuenta de lo importante que era para sus negocios que los trabajadores creasen lazos de parentesco entre ellos o todavía mejor, que vinieran al curro con los collares puestos. Si se responsabilizan del trabajo mutuo los propios curritos, el negocio funciona como un reloj. La Comisión Europea, que representa a los gobiernos del continente, comprende a las mil maravillas el carácter idílico de esta singular premisa así que entregará al Parlamento un proyecto de ampliación de jornada hasta un máximo de 65 horas a la semana y salvo los ministros belgas, hispanos, griegos, chipriotas y húngaros, el resto han aprobado semejante harakiri. En Aragón está pasando este retroceso sin pena ni gloria, porque una de las causas fundamentales de que aguante en pie nuestra absurda nacionalidad histórica son los negocios familiares, las pequeñas y medianas empresas que comienzan explotándose a sí mismas para manipular luego y «ad libitum» a los demás. Los demás son gente muy escogida y selecta, generalmente parientes y amigos de los que faenan en el tingladillo para poder ajustarles mejor las clavijas a todos, y sobrevivir a la hipoteca con absoluta lealtad. Esta mentalidad ha engarzado como un guante con la inmigración. El trabajo no se consigue aquí mediante el instituto de empleo sino gracias a los contactos.«Dime con quién andas y te diré cómo acabas» no es sólo un refrán sino la base de un reglamento de uso frecuente. El «opt-out» por estas tierras es una modernez sin sentido. El mundo es de los López, los Martinez o los Soria, que se lo labran de sol a sol con el propósito de resistir a la crisis. La Expo está llena de apellidos que curran a doble jornada con sueldos de pena, precisamente para que trabajen el doble. Los mismos voluntarios de la Expo, los que consiguen de gratis total que se levante por fin el mostrenco internacional del desarrollo sostenible, funcionan ingenuamente «by the face». Sin ellos, como diría el alcalde, nada sería posible. Y es verdad. Sin nuestra silenciosa aceptación este fabuloso escaparate se iría al guano. No hace falta promover el «opt-out» donde, voluntariamente y encantados de conocernos, entregamos lo mejor de nosotros mismos hasta que se nos para el corazón y llega el infarto.

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