Paisajismo
Crónicas
© Sergio Plou
lunes 18 de febrero de 2008

     Los físicos teóricos siguen buscando una ley que abarque todos los conocimientos del universo y sin comerlo ni beberlo se están convirtiendo en paisajistas. A los psiquiatras les ocurre lo mismo con las enfermedades mentales. Del mismo modo que el cosmos no respeta las mismas propiedades en todos los espacios, a nadie le aqueja una sola desgracia. La búsqueda de la pureza, de la belleza en los razonamientos simples, es una entelequia. Nuestra ignorancia es tan grande que cada descubrimiento nos hace cambiar de planes y trazar nuevas conjeturas. Dependemos del paisaje y no tenemos ni rapajolera idea de cómo es realmente. Conocemos tan sólo algunas de sus manifestaciones externas. A la hora de expresar nuestros sentimientos, contamos, por ejemplo, que al despertar tuvimos la mala fortuna de levantarnos con el pie izquierdo y que desde entonces se nos torció el día. Este sencillo razonamiento, para cualquier ciudadano peninsular, no necesitaría mayores explicaciones, pero un alglosajón buscaría en su idioma expresiones semejantes. Porque en Inglaterra, cuando jarrea, llueven perros y gatos pero aquí caen chuzos de punta. El paisanaje también interpreta a su manera el paisaje que le rodea. Por eso se dice que cada persona es un mundo.
     Cabe la seria sospecha de que no haya vida inteligente más allá de la Tierra. Incluso es muy probable que tampoco exista en ella, de modo que va a ser complicado encontrar en Ganímedes a un sujeto que nos diga cómo se ve el universo desde allí. Es mucho más fácil encontrar a un terrícola que afirme ser de otra galaxia aunque bajando la voz nos sugiera que está de incógnito. Y lo peor es que puede llegar a convencernos. Los religiosos, de hecho, gozan de una habilidad extraña para sortear a los psiquiatras. Sin ninguna acreditación en su currículo compiten con ellos en los confesionarios y nadie los mete en prisión por farsantes. ¿A qué es debido? Seguramente al paisaje. De la misma manera que podemos adentrarnos en un desierto y no esperamos encontrar una gota de agua, podemos hallarnos en el Amazonas - si todavía existe para cuando lean estas letras - y darnos de bruces con un círculo chamánico en torno a una gruesa pipa de peyote. Lo frecuente se confunde con lo normal y lo universal es de tal riqueza y enjundia que no responde a ecuaciones sencillas. Hacen falta gigantescos aceleradores de partículas para ver lo que a simple vista no somos capaces siquiera de vislumbrar: el paisaje real que nos rodea, el fabuloso mundo microscópico que conforma las cosas como son. Es dificil adaptarse a un mundo que ni siquiera conocemos, pero como somos un puñado miserable de partículas en decadencia no podemos esperar a que los científicos nos cuenten cómo funciona el tiovivo para maniobrar en los asuntos más cotidianos de nuestra existencia. Es preciso arriesgarse. Actuar con las debidas precauciones pero como si estuviéramos en lo cierto, ya se encargará la realidad de darnos la razón o de tirar nuestras hipótesis por los suelos. Comerse la cabeza es poco práctico. Dejar que te la coman los demás tampoco es muy aconsejable. Al menos que te la coman del todo. Paso a paso vamos descubriendo mediante la experiencia cuales son nuestros límites y hasta dónde podemos llegar en este paisaje. Nos conviene que sea así, salvo que estemos deseando perdernos.

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