Quedarse torrado, ¿o ver mundo?
Crónicas
© Sergio Plou
martes 8 de julio de 2008

     Tras la comida veraniega, por muy frugal que resulte, acabas torrado. La tradicional siesta peninsular, que tantos piropos despierta en Europa, concluye en la actualidad con un simple atocinamiento y posterior caída de baba en cualquier banqueta. Los madrugones y horarios demenciales, la competitividad y la dura pugna entre los logotipos de las fábricas, empujan a los seres humanos —y en Occidente de una forma especial— a una vida ridícula, de modo que, si tenemos la fortuna de comer en casa a una hora seminormal, cuando llenemos la panza nos vendremos abajo como reptiles. Dicen los neumólogos que si nos quedamos secos al hacer la digestión es porque roncamos como lobos por la noche, fumamos como carreteros por el día o bebemos como bestias salvajes por la tarde. En ciertos casos incluso las tres desgracias acontecen en una misma persona, así que más de la mitad de los que duermen la siesta sufren apnea del sueño al coger la piltra. Como una parte nada despreciable de la población trabaja a turnos y funciona por la noche, ¿a qué hora dormirá la siesta quien curra de madrugada? Depende de cuando coma. Si desayuna a las tres de la tarde, es altamente improbable que consiga conciliar el sueño, pero esta gente no cuenta en las estadísticas. Se elaboran para los individuos que leen, aunque sea periódicos gratuitos. Los más interesados en hacer números trabajan para las empresas aseguradoras, que pierden una pasta con este tipo de muertos. Calculan que hay entre cinco y siete millones de sujetos que, mientras echan una cabezadita, se asfixian literalmente hasta el extremo de diñarla. Salvo que haya contratado un seguro de vida, es muy libre de estirar la pata con un sonoro relicho, pero si hay que apoquinar a los beneficiarios cierto pecunio conviene que se haga un chequeo y adquiera buenos hábitos. La siesta ha pasado de ser una costumbre sana a conformar un síntoma grave de que no se descansa bien cuando se debe de hacerlo. De la misma manera que el trabajo, en los tiempos que corren, se ha convertido en un deber, al mero hecho de dormir le está ocurriendo lo mismo. Estamos obligados a dormir de buena gana, pero no a mandíbula batiente. La sangre desciende desde el sistema nervioso al digestivo, lo que produce sopor mientras papeamos. Pero si además nos ponemos cúbicos almorzando, es decir, si somos unos auténticos tragaldabas, estamos en las mismas. Ocho horas después de habernos levantado del catre, como todo hijo de vecino, sentiremos la imperiosa necesidad de hacer un receso para calmar el apetito, despabilemos un poco y no caigamos en la obesidad, que aparte de ser frustrante nos terminará conduciendo hacia el sofá igual que a cualquiera que fume o empine el codo más de lo saludable. Hoy por hoy, los vicios son siempre nefandos. Tan repugnantes, que cuesta trabajo hablar de ellos. Salvo el café y echarme al coleto unos cuantos pitillos, no tengo más flaquezas de las que avergonzarme, pero dada la presión mediática sugiero a los que ven como inevitable caer torrados tras la comida, que salgan a ver mundo. Váyase a Turquía a ver fuentes sin agua. O la China, que es un país de lo más retro y de lo más popy que existe. Compense de alguna manera sus vicios ejercitando las pantorrillas. En vez de echar la siesta, si sus obligaciones y su bolsillo se lo permiten, tome el camino más largo hacia Ranillas y diríjase a la Expo por las más soleadas aceras que encuentre. Le aseguro que es mano de santo. Siempre podrá llamar a sus conocidos por el móvil y decirles que acaba de salir de Marruecos y que les espera en Bulgaria. Tendrá la oportunidad de sentirse como Phileas Fogg —el personaje principal de La Vuelta al Mundo en Ochenta días, la obra de Julio Verne—, sólo que el planeta se le antojará más manejable al otro lado del río e incluso podrá cepillárselo en menos tiempo. O al menos eso es lo que parece, porque se anda mucho y a lo tonto, circunstancia que favorece la digestión. A cambio sabrá por fin lo que es la «telepamplina» y el «baipás», términos populares que hacen referencia a un modo de transporte, más propio de los esquiadores que de los korrekolaris, y a la fórmula, peculiarmente baturra, de perder el tiempo en múltiples filas de acceso a los recintos internacionales. La telepamplina es un artilugio que lleva desde el quinto guano al quinto congo por vía aérea. El baipás, en cambio, es lo que necesitará que le hagan en la Casa Grande si consigue entrar en el Acuario o en el pabellón de España. Al de Alemania ni lo intente. Se accede mediante una cola kilométrica, estrictamente señalizada mediante mojones disuasorios, que indican el número de horas que llevan esperando los que allí pierden la paciencia. Si intenta colarse, tal vez porque haya confundido el restaurante con la exposición, enseguida comprenderá lo que es la eficacia germana. No se amilane. Vaya al grano y visite los establecimientos menos solicitados. Seguramente no serán los más vistosos, pero se trata de hacer ejercicio y amortizar las entradas sin necesidad de morir en el intento. No olvide este objetivo y cuando salga del meandro entenderá que no es tan cruda la aventura como la pintan. Otra cosa es que la cena le haya costado un potosí o que las actuaciones estén tan masificadas que resulten un burrujo incomprensible. Será un iluso pero habrá sobrevivido a la siesta, que no es ninguna tontería. Y como el saber no ocupa lugar, seguro que en su tercera incursión igual le dan un diploma. O la medalla al mérito civil.

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