Reservado el derecho de admisión
martes 8 de julio de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Una de las mayores ventajas de la recesión es que se amortizan las inversiones en un pispás. Los delegados de las grandes multinacionales reunidos en Japón, ese grupo de impresentables al que los medios de comunicación denominan bajo el acróstico del G-8, acaban de dar la puntilla a la caridad, que es lo primero que cae cuando hay que ajustar la cincha al populacho de la clase media occidental. Para subir unos cuantos peldaños en la jerarquía económica, los que no están ni arriba ni abajo manifiestan siempre una tendencia natural al crédito y la limosna. Si vienen mal dadas, intentan evitar las deudas y se ahorran el recibo de las ONG. La burguesía entiende perfectamente que los ricos cierren el grifo a los pobres porque no está el patio para hacer el primo. Es lógico que los ricos manifiesten cierta inquietud ante la cochambre en que se está convirtiendo el planeta, esa caquita que tarde o temprano heredarán sus hijos para elevarla al rango de vertedero, y como no está el horno para bollos pasan de echar unos céntimos en el cepillo internacional. Los céntimos, uno detrás de otro, sirven para especular en bolsa o dar un empujoncito a sus entidades financieras. Donde pueda construírse un misil desaparecerá una panadería. Según los jefes del cotarro se acabó lo que se daba, no están para dispendios porque tienen asuntos más importantes en la cabeza y lo que antes conseguían mediante la caridad ahora lo tomarán por la fuerza. La limosna es una inversión que no merece la pena si el coste es superior a los beneficios que promete, de modo que se amortiza el capital y a otra cosa mariposa. Cualquiera en su sano juicio sabe que un muerto de hambre apenas tiene fuerzas para sobrevivir, así que olvidarse de él no requiere demasiado esfuerzo. Durante las largas épocas de vacas flacas los primeros que dicen adiós son los que no pueden siquiera mover los labios, despidámonos pues de millones de africanos, asiáticos y latinoamericanos, a los que no hemos visto nunca ni veremos jamás. Nuestro confort así lo demanda. Las grandes industrias de los más pudientes así lo exigen. No hay más cera que la que arde. Es muy seria la crisis que se nos echa encima cuando los jefes no hacen un esfuerzo de hipocresía. Las nuevas normas europeas cierran las fronteras a la inmigración sin ningún sonrojo mientras el nefasto gobierno de Berlusconi, parodiando al fascismo, ejerce como punta de lanza y elabora las primeras listas de gitanos que deambulan por su territorio. Hace tiempo ya que el pueblo gitano parecía una etnia asimilada al sistema, sin embargo, cuando no hay dinero en la hucha, regresan los atavismos y las viejas desconfianzas. Los ricos más sensibles, los que gozan de asistenta extranjera o se han encaprichado de algún «siervo», se reservan el derecho de admisión. A este sentimiento ambivalente se refieren los que hablan de «inmigración a la carta», que es algo así como la cabaña del tío Tom pero en plan internacional. Los patricios del planeta saben premiar a los que trabajan por dos y cobran por medio, sin duda será de ellos el reino de los cielos porque el de la Tierra jamás será de su propiedad. El resto se quedará a las puertas del limbo o los pondrán de patitas en la calle. A la clase media, en general, y en contra de lo que se supone, le animan mucho estas medidas retrógradas e involucionistas. Se acostumbran a creer que los inmigrantes son los culpables de todos sus males, así que aplauden en silencio el retroceso. Incluso votan a partidos más conservadores para que agilicen el éxodo. Es un mal síntoma. Buena parte de las naciones africanas, sin ir más lejos, dependen del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas. Dicho programa necesita de manera inmediata más de quinientos millones de euros para seguir repartiendo comida a más de setenta millones de individuos en el globo. Sin embargo, nuestros ocho samarugos, nuestros ocho presidentes de gobierno que representan los intereses de la mayor parte de las multinacionales del planeta, acaban de lavarse las manos tan ricamente en Toyako. Mientras los automóviles del Primer Mundo se alimentan con biocarburantes, es decir, de comida, millones de seres humanos se darían con un canto en los dientes por convertirse en uno de nuestros coches. ¿No es extraño?

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