El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 7 de junio de 2009

Rumbo a las antípodas




   En un día tan continental como el de hoy me siento más friki que nunca. No creo en las trompetas de Jericó, que anuncian la sádica llegada de ángeles redentores o diablos sanguinarios, observo la realidad como un fenómeno cambiante donde la gente acaudalada mueve sus marionetas para continuar en el machito. Esta Europa decadente, con progresistas y conservadores llevando las riendas, a menudo muestra su jeta más asquerosa al mundo que la rodea y me parecería asombroso que fuera a cambiar un ápice durante los años venideros —sea cual sea el resultado— así que paso de ir a las urnas como de comer caca. Necesitamos una transformación profunda y pensar que llegará de la mano de presidentes o de parlamentarios es una ingenuidad.

   Este abstencionismo, además, no me impide seguir protestando lo que me venga en gana, pues contribuyo por imperativo legal al apoyo y sustento del sistema, además de consumir los productos que fabrica, sin saber siquiera si están o no transformados genéticamente. Así que me da igual lo que vengan a decirme. Si los ultras y los neocon engordan sus filas y nos golpean en los ijares lo mismo despiertan del letargo las almas cándidas.

   Hoy más que nunca, sueño con mi próximo viaje a las antípodas.

   Al final de octubre, si las hadas y los gnomos me son propicios, tomaré un vuelo a Londres, desde donde me catapultarán hasta Singapur para saltar de un brinco a Auckland, en Nueva Zelanda. Cada vez hay que irse más lejos para sentir la naturaleza en todo su esplendor y allí, por lo que he podido entender, la tratan con el cariño que se merece. No construyen rascacielos a orillas del mar ni estúpidas urbanizaciones de alta montaña, por eso ahorra la peña y se larga a los confines para contemplar en toda su esencia la belleza del mundo. Cuentan que sus gentes son asilvestradas y gozan de la vida con un sano sentido del humor, porque todavía cultivan la tierra y pastorean el ganado sin permitir que la industria y las ciudades se apoderen del suelo que les sostiene y aún les da de comer. Dicen también de los neozelandeses que mantienen sus cielos más limpios que ninguno y sus pulmones lo agredecen sobremanera. Quiero comprobarlo cuando me tengo en pie, no sufro los achaques ni las melindres de la vejez y puedo costear el dispendio que supone llegar hasta la otra esquina del globo, la más lejana de la mediocre península europea donde vivo.