El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 16 de marzo de 2011

Sor Millonetis




  Si hay algo que verdaderamente apasiona en este terruño es el cotilleo. La hipocresía llega a tales extremos que se consigue elevar al rango de noticia un simple acto delictivo. Durante una profunda depresión económica no existe nada más jugoso que pillar en un marrón a gente ricachona y si encima va de honrada y se las da de caritativa pues entonces miel sobre hojuelas. De la misma forma que el gordo se hace esperar en el bombo mientras se realiza el sorteo de navidad y el transcurso del tiempo sin que aparezca la bola millonaria levanta una expectación fabulosa, la salida al ruedo informativo de una perita en dulce de caracter divino difícilmente puede soslayarse, no ya en la ciudad sino en el mundo entero. Pillar a unas monjas con millón y medio de euracos, primorosamente guardados en bolsas de basura y entre las sábanas del armario ropero, es un acontecimiento épico. Se puede presumir de pobreza y amasar una fortuna, el problema es que salte la liebre y se desmonte el tingladillo. Lo cisterciense entonces se descubre como un fiasco, las apariencias se desmoronan y las monjas hacen un desnudo integral. Está claro que los valores rancios de toda la vida no valen un pimiento.

  Es lamentable hacer leña del árbol caído, pero muchas veces nos hemos encontrado con la arrogante superioridad del clero católico, su moralina barata y su intransigente vanidad, como para no entrar a saco en las costumbres de un clan religioso que maniobra de manera muy diferente a como educa a los demás. Encerrados en monasterios o dirigiendo centros de enseñanza, las órdenes religiosas pecan de lo mismo que presumen evitar y cuando se les ve el plumero la población se despendola a su costa. Es humano poner en cuestión la hipocresía, así que las monjas de clausura que regentan su conventillo de habas en el barrio de Casablanca tendrían que estar curadas de espanto y recibir las críticas con cierto espíritu de enmienda. De nada les ha servido el despliegue de cámaras de seguridad. Cuando los feligreses las pasan canutas no se puede ir por la vida alardeando de voto de pobreza y guardar en un cajón semejante fortuna. No es ya que carezcan de toda moral, es que faltan a la ética colectiva.

  Aparte de poner en solfa los mandamientos divinos que dicen seguir, aparte de rectificar sabiamente la cantidad que en un principio declararon a la policía, cuando descubrieron con «horror vacui» que —parodiando al Gollum del Señor de los Anillos— «su tesoro» había desaparecido, aparte de estar viviendo de perfil frente al planeta que les cobija, proporciona alimento, las anima a encuadernar libros, tesis y fascículos, aparte de pintar retratos que venden luego a precio de orillo, las monjas en cuestión se han sometido de tal forma al capital que no han dudado en hacer público un robo. Primero de millón y medio de euros y luego, para evitar una inspección de Hacienda que podría llevarlas entre rejas —además de someterlas al escarnio más depurado— reduciendo la cifra «a tan solo» cuatro cientos de miles, apenas medio kilazo. Desconozco lo que pretendían hacer estas señoras con la pasta que les han birlado, pero desde luego han preferido denunciar su desaparición en lugar de cerrar la boca. Imagino que no es el único caso. Piensen en la cantidad de dinero que puede ocultarse en esas fantásticas cajas fuertes que son los muros de cualquier convento del país. Paraísos fiscales en miniatura donde cualquier adinerado puede prestar, guardar e incluso invertir su dinero negro «en caridad» para recuperarlo después sin que nadie se entere.