El Cuaderno de Sergio Plou

      

viernes 9 de abril de 2010

Suplantación de la personalidad




  Identificamos a un sujeto con nitidez gracias a su vestimenta oficial, por eso se concibe como un delito calzarse una bata y colgarse un fonendoscopio, llevar una gorra de plato en la cabeza y una porra al cinto o ajustarse un alzacuellos bajo la sotana, sobre todo cuando el usuario no está acreditado para utilizarlos. Por incómodo y hasta molesto que resulte estrenar un uniforme —dado que su confección, como muchas de las prendas destinadas al trabajo diario, es de baja calidad y sólo gracias al uso logran los individuos estirar las costuras y malear los tejidos hasta hacerse con el traje— sigue utilizándose el engaño de una forma recurrente. La visión de ciertas prendas aporta al común de los ciudadanos emociones arquetípicas y permite a los rufianes aprovechar el equívoco y timarnos con ventaja.

  Si te ponen los bomberos, los militares o los encargados de la limpieza en la vía pública, es suficiente con adquirir el uniforme para que se organice la consiguiente secretación de hormonas. Sobre un escenario o en la filmación de una película, los actores se convierten en usuarios virtuales de los uniformes para representar su papel. El uso de ciertos vestidos puede resultar satisfactorio en la vida privada de los fetichistas, donde el hábito hace al monje, e incluso durante los carnavales, cuando se hace la vista gorda para favorecer la catarsis del populacho, pero en situaciones ordinarias es peligroso hacerse pasar por otro utilizando el imaginario colectivo a tu capricho.

  Psicológicamente no estamos preparados para pedir auxilio y que nos tomen el pelo, basta con observar cualquier episodio de la cámara indiscreta y enseguida nos damos cuenta de que la peña, al ser utilizada, se mosquea. Pero, ¿qué pasa cuando se usa un uniforme de manera legítima y sin embargo de forma delictiva? ¿Qué ocurre si alguien acude a un sacerdote buscando consuelo y resulta que le mete mano o le infla a guantadas? ¿Cómo asumimos que un policía en lugar de defendernos nos ataque o que un político en vez de ocuparse por el bien común sencillamente nos robe? ¿Podemos hablar de suplantación?

   De la misma forma que hay curas pederastas, militares genocidas y hasta bomberos pirómanos, existen actitudes corporativas en los gremios que dificultan el esclarecimiento de sus delitos. Como todo el mundo es inocente hasta que se pruebe lo contrario, ciertas organizaciones protegen a sus socios de tal forma que impiden cualquier investigación. Dan la impresión de encubrirlos y a fuerza de generalizar los errores, las negligencias y los garbanzos negros caen todos en saco roto. Ciertos oficios acaban así denostados. Como si todos fuéramos humanos, pero hubiese gente más humana que otra, hay individuos que gozan de una incomprensible impunidad sencillamente amparándose en los uniformes para cometer sus tropelías, suplantando la personalidad que conlleva un oficio con el propósito de beneficiarse de forma delictiva. Nadie tendría que ser intocable y sin embargo es más fácil que un juez acabe en el banquillo por investigar una dictadura a que lo inculpen por recibir sobornos. Es más sencillo que un sacerdote sea despojado de sus hábitos o acabe en la cárcel por ejercer donde no debe la teología de la liberación a que termine entre rejas por ser un pedófilo. Es más raro que un político vuelva a la mina de donde salió a que se pudra en prisión por forrarse la riñonera. Menos mal que todavía hay excepciones que confirman la regla. ¿O no?