El Cuaderno de Sergio Plou

      

viernes 13 de noviembre de 2009

Tocando el cielo

Sobrevolando en avioneta las cimas más altas de Nueva Zelanda




AUCKLAND

ZARAGOZA



   Nos acostamos ligeramente cabizbajos. La niebla cubría por completo los Alpes Neozelandeses y según nuestro plan de viaje no podríamos quedarnos en el poblado de Franz Josef esperando a que escampara eternamente. «It's cloud». Nos habíamos dado de plazo hasta esta mañana para tomar una decisión, si amanecía cubierto visitaríamos el glaciar contiguo, el de Fox y si continuaba igual proseguiríamos nuestro periplo para llegar lo más cerca de la localidad de Haast que nos permitieran las fuerzas. Estábamos, más o menos, al final del tercio norte de la isla del Sur y tendremos que devolver la furgoneta (que se llama Van-Pi, Vampi para los amigos, por la cantidad de combustible que chupa) el próximo día 25 en Christchurch, así que no podíamos permitirnos el lujo de aguardar una bonanza climatológica. Por eso estábamos con la moral baja.


    Los glaciares son una de las visitas más importantes que hay en Nueva Zelanda, y marcharse sin tocarles bien el lomo es una desgracia. Esta mañana, a eso de las seis y media de la mañana, hemos asomado la cabeza por la ventanilla, desde el mismo catre de la Vampi, y se nos ha caído el moco de la pena. El tiempo seguía igual. Cuando acabé la crónica del día anterior, a eso de la madrugada, me di cuenta de que no se veía una sola estrella en el firmamento. Ni siquiera la Cruz del Sur. Saber dónde está la Cruz del Sur es tan complejo para los neófitos en astronomía como reconocer la estrella polar en Europa. Reconozco que en materia de tópicos del saber presto muy poca atención. Ayer, en las Hot Pools, mientras se vaciaba el jacuzzi que nos sentó de perlas antes de la cena, reconocimos que la fuerza de Coriolis actúa al revés que en el hemisferio norte del planeta. Fue una casualidad de lo más tonta. Hallándose la piscinilla al aire libre, cayó al agua una hoja seca y entonces comprendimos de forma fehaciente que los líquidos se mueven a la inversa de lo que conocemos por habitual. Mirando el cielo de madrugada y viéndolo todo negro, no hay que ser muy perspicaz para comprender que a la mañana siguiente estará encampotado el firmamento. Y así fue.

    Con cierta pena desmontamos el chiringuito después de desayunar. Los informes meteorológicos dictaban que continuaría el mismo clima hasta el viernes, y aún así era incierto que despejara, de modo que decidimos adelantar acontecimientos y pasamos de visitar el Fox Glacier para avanzar todavía más en la carretera rumbo a Wanaka. Dejamos una ventana abierta a nuestro infortunio. Si por el camino observábamos que se levantaba la niebla intentaríamos alquilar una avioneta en Wanaka para hacer un vuelo de una hora y cuarenta minutos por el Monte Aspiring y el Tasman, que nos transportara hasta el Monte Cook, y de allí contemplar por el aire los glaciares de Franz Josef y el Fox. Dejamos esta posibilidad a la desesperada y con escaso aliento emprendimos el viaje, máxime cuando unos franceses, compañeros de acampada, estaban hablando por Skype en la furgoneta contigua explicando a sus familiares que les estaba ocurriendo lo mismo y que se rendían para llegar directamente hasta el Milford Sound, el fiordo más hermoso de Nueva Zelanda. Un fiordo que nosotros pretendemos visitar dentro de un par de días.


    El camino hasta Wanaka, atravesando
el Westland National Park, sorprendía por su nostalgia. Escuchábamos a Estopa en el portátil —porque es difícil encontrar una emisora en según qué sitios— y a la altura de Bruce Bay volvió a sorprendernos la naturaleza polinésica de las costas neozelandesas, ese mar revuelto y hasta furioso que arrastra a la arena de la playa enormes troncos, los que traen los ríos que desembocan en él.

    En el Knight's Point, cerca del lago Maeraki, hicimos un alto para zamparnos una manzana y hacer nuestras necesidades más perentorias es en esos váteres de carretera tan silvestres, que se reducen a una taza que da directamente a un pozo ciego. Llegamos a Haast, donde buscamos una gasolinera inexistente y a falta de algo mejor decidimos adelantar la comida, reducida a un «fish & chips» cerca de un motel, donde nos llamó la atención que alquilaran habitaciones con camas de tamaño Queen Size, desconozco si tendrían dosel o medían más de dos metros cuadrados.

    Poco antes de almorzar, habíamos hecho una parada en Dune Lake, donde los lugareños hacen kayak, se suben al mirador de madera para avistar las aves que merodean por la zona y sacan su tartera para darle al diente. Estaba bastante concurrida la playa y las pequeñas albuferas que rodean de cañizos la playa, por esa razón decidimos llegar a Haast y partir luego hacia los grandes lagos de Wanaka y Hawea, que tan sólo los separa una lengua de tierra y que cualquiera de ellos podría ser considerado como un mar interior, tal es la cantidad de nieve que se desprende de las montañas en el deshielo y que eleva los cauces de los torrentes y las rieras hasta crear en los valles colosales lagunas.


    En el trayecto hacia los lagos, no sólo fue cambiando el paisaje sino también el clima, saliendo el sol con fuerza asombrosa y el viento que barría las cumbres hasta dejar al descubierto buena parte de los Alpes Neozelandeses, con sus cumbres nevadas y su furiosa vegetación de abetos en las faldas. Desde la zona de los glaciares hasta la orilla del mar, pasamos por manglares, pastos enormes frente a las olas y montañas imponentes al otro lado de la carretera, pero a partir de Haast comenzaron a surgir cascadas al borde mismo del asfalto, que obligaban a parar el tráfico y reparar la calzada. Numerosas indicaciones nos invitan a parar en la cuneta para hacer un paseo hasta las fuentes, cascadas y rápidos más próximos. Ya entonces comenzamos a soñar con que en Wanaka tal vez fuera posible alquilar una avioneta para ver desde el cielo lo que no habíamos podido contemplar desde el suelo, pero como no podíamos creer que nuestra suerte fuese a cambiar de manera tan rápida, aprovechamos cada instante que se presentaba en las indicaciones para saborear las perlas que nos entregaba el país en pequeñas dosis. Vimos el Thunder Creek Falls, el Geats of Haast y la multitud de riachuelos que salpicaban la carretera a nuestro paso, hasta que hicimos un alto sobrecogedor, donde se nos cayó encima de pronto una estampa genuinamente nórdica. Un lago azul, de aguas cristalinas, coronado por multitud de picos nevados, se abría paso ante nuestros ojos frente a una incitante ensenada de césped, lo que empujó a todos los vehículos que íbamos en la misma dirección a tomar el sendero contiguo y tumbarnos alegremente a las orillas del lago. Se trataba de un Flat, es decir, una zona preparada para acampar de manera gratuita frente a un paraje de ensueño.

    Más congraciados con el país y con su clima, nos tumbamos sobre la hierba a escuchar el grandioso silencio que barría el paisaje, y tras un rato de arrobo emprendimos el viaje hasta Wanaka atravesando el istmo que separa los lagos y buscando el aeropuerto de la ciudad.

    La ciudad, que apenas tendrá tres mil habitantes, se extiende frente al lago homónimo creando una especie de postal suiza, pero esconde su aeródromo a los curiosos como si realmente los estuvieran buscando.

    Pasamos de largo sin pena ni gloria, recurriendo al estímulo de acudir a la caseta de información —el i-site—, donde nos atendió una lugareña ataviada con una fantástica camiseta cuyo fabricante había estampado en ella un corazón. Le comentamos que queríamos pasar la noche en Wanaka y que si sabía de algún cámping cercano.

    Muy sonriente nos pasó un plano de la localidad y marcó en el mismo las empresas que se dedicaban al negocio de la acampada. Viendo que estaba muy predispuesta, porque era viernes por la tarde y estaba cerca de acabar su jornada laboral, le dijimos que nos haría mucha ilusión realizar un vuelo escénico por el Monte Cook, incluyendo los ya míticos glaciares y los lagos, así como el Aspiring -que no es de paracetamol, sino de casi tres mil metros de nieve perpetua- y el Tasman. Con absoluta camaradería, se apresuró a telefonear a las compañías aéreas locales y sin más dilación nos comentó que, si aligerábamos el paso, en tan sólo diez minutos saldría una avioneta a realizar el vuelo en cuestión y que si dábamos nuestra conformidad nos estarían esperando. ¡Para qué quieres más! ¡Fue visto y no visto! La señora nos indicó la dirección del aeródromo y nos entraron unos nervios de tomo y lomo. Montamos en Vampi, aceleramos a toda prisa y en un periquete recorrimos los siete kilómetros que separa Wanaka de las pistas de despegue.

    En un pispás encontramos al piloto indicándonos muy lisonjero que la avioneta estaba lista para emprender el vuelo. Nos presentó al resto del pasaje -tres australianas, que charlaban amigablemente- y nos estrechó la mano. Se llamaba Michael, tendría cincuenta y pocos años, peinaba canas y parecía afable. No me dio ni tiempo a entrar en una crisis de pánico, cuando quise darme cuenta estaba sentado con Helena, mi compañera sentimental, en la parte de atrás del aparato. Se encendieron las hélices y comenzamos a corretear por la pista a toda a caña. La avioneta se elevó como si Gulliver la sostuviera desde las nubes con una sirga gigantesca atada, y fue el viaje más maravilloso que haya hecho jamás. Si al despertarme esta mañana me hubiera contado alguien que iba a cambiar mi suerte de semejante manera, no hubiera podido creerlo. Pero así es en Nueva Zelanda, nada es para siempre, ni siquiera la fatalidad. Hacía un día limpio y precioso y fue una experiencia indescriptible.