Una terapia estimulante
Crónicas
© Sergio Plou
viernes 11 de abril de 2008

     Lo que sabemos intelectualmente y lo que conocemos de manera emocional a menudo se parecen pero no son lo mismo. Es como ver a blanco y negro o tener delante una proyección a todo color. La razón nos dice cómo es la vida y la emoción nos enciende los sentidos. Cada una de ellas ocupa un hemisferio del cerebro y según el carácter del sujeto y la situación que tenga delante emplea una zona del coco más que otra. Lo fantástico sería utilizar ambas al unísono y en todo su potencial, de esta manera obraríamos intuitivamente y sin miedo a equivocarnos. Aunque la ausencia de temor no evitaría que metiésemos la gamba, desprenderse de las reticencias y lacerarnos menos siempre resultaría agradable. Y en esas estamos. Para distraer y equilibrar al mismo tiempo mi tendencia natural al racionalismo, evitando así mi entrañable verborrea, la sexóloga me endosó el martes un estimulador. Ya sé que suena bastante turbio, pero al margen de los consoladores y de la líbido existen artefactos capaces de activar otras sensibilidades...
     Estaba sentadito en el sillón orejero y me sentía cómodo en mis nuevos zapatos de ante. Llevaba el pelo recién cortado, porque de vez en cuando me doy grima, pillo las tijeras y me podo la mata a trasquilones. Para cerrar el cuadro me había echado como siempre varios litros de colonia. Bajo este ánimo de solaz recibí entonces de sus manos dos receptores de corriente en forma de pera. O para ser más preciso en forma de llave electrónica. Los aparatejos, aunque de menor tamaño, eran muy similares a los que emplean los automovilistas para abrir a distancia el portón del garaje. De cada uno de los receptores colgaban sendos cables que se se perdían por el suelo hasta insertarse en una cajita amarilla. La cajita tenía dos interruptores y reposaba en el regazo de aquella profesional, que me miró de pronto esbozando una sonrisa. Por un instante pensé que allí mismo comenzaba una nueva singladura en el proceloso océano de la sexología. Mediante una sencilla electrocución y a lo más tardar en cinco segundos, aquella señora, cuyo nombre casi era la marca comercial de un desodorante, procedería resolutivamente contra un servidor devolviéndome de un latigazo la iniciativa perdida. Soñé que iba a ser así. Me concentré en el fenómeno. En aras de multiplicar los efectos incluso cerré los ojos, pero no recibí descarga alguna. De la cajita amarilla no saltaron chispas sino una vibración rítmica en su frecuencia, no sólo soportable sino también ligeramente placentera. La semana anterior nos habíamos quedado arañando las primeras causas de mi falta de impulso. Me condujo hasta una circunstancia donde me sentí todo un inútil. Un incapaz sin razón aparente. A la hora de buscar una antítesis para estos sentimientos no me hallaba cómodo con los más lógicos. Ser útil o capaz, en situaciones donde estas cualidades pintan un bledo, se me antojó un disparate y acabé refugiándome sin convencimiento bajo el concepto de la madurez. Aunque el mundo de los mayores nunca me pareció atractivo, tardé cuatro o cinco días en descubrir que la independencia era, como término, mucho más interesante para mí que el mero hecho de ser adulto. Por eso cuando me preguntó «qué tal estás, ¿cómo te encuentras?» yo respondí que bien, pero con la boca pequeña. Le comenté mis averiguaciones sobre el significado de la independencia y sin duda descubrió en ellas un trauma chungo latiendo en mi interior desde la más tierna infancia, porque decidió aplicarme de forma inmediata la estimulación bilateral.
    Ya lo intuí en la sala de espera, al encontrar en el revistero un grueso volumen sobre Francine Saphiro. Estuve hojeándolo un rato, lo reconozco. Me llamó la atención que en las solapas hubieran escrito a boli que podía llevármelo a casa para estudiarlo detenidamente, sin embargo distrajo mi curiosidad el mal funcionamiento de la refrigeración. Un sonido bronco emergía de un lugar indeterminado y yo levantaba la cabeza del libro cada treinta segundos intentando hallar cuál era su origen. Esta circunstancia, cuando llegó la sexóloga a buscarme, me entretuvo hasta el extremo de olvidar el tocho en el asiento. Me condujo a la consulta de los sillones orejeros, donde me abandonó un rato para que cotillerara a mi gusto. Después resgresó con los estimuladores y me preguntó, como siempre, qué tal estaba y si me encontraba bien. En ese instante, no sé porqué, comprendí que el sonido que había escuchado en la sala de espera no provenía de la refrigeración, sino de un paciente delgado y excesivamente tímido, que respiraba con la fuerza de una nevera. El chaval se había mimetizado en su silla haciendo como que leía una revista de viajes. ¿Cómo había podido pasarme tan inadvertida una persona que estaba a menos de dos metros de mí? Lo desconozco. Estaba haciéndome estas preguntas cuando me vi con los estimuladores en las manos. Todavía no era consciente, pero comenzaba mi tratamiento bajo el método EMDR. Una terapia especialmente indicada para los ciudadanos de aquellos países donde se sufre la violencia terrorista.

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