El Cuaderno de Sergio Plou

      

viernes 4 de diciembre de 2009

Y llegó el diluvio

Recorriendo el Kaipara Harbour bajo una lluvia torrencial
Desde Baylys Beach hasta Parakai,
cruzando Ruawei, Brynderwyn, Wellsford y Helensville




AUCKLAND

ZARAGOZA











    Existen unos árboles cuyo nombre desconozco pero que me llaman poderosamente la atención. Son de tronco espigado y gran altura, su copa se diversifica en ramas creando paraguas vegetales extremadamente frágiles y cuando sopla el viento se cimbrean de tal modo que parece vayan a quebrarse. Los árboles son el gran tesoro de Nueva Zelanda. Igual que pescaron ballenas durante el siglo pasado, hoy todavía cortan los árboles más grandes. El mundo vegetal no alcanza el mismo respeto que algunas especies animales al borde de la extinción.

    Los kauris, los árboles más longevos, los más famosos de este país, son una clase de conifera rodeada de pongas, helechos y musgos, según su orientación, y en época de los pioneros, cuando los británicos colonizaron a hierro y fuego la tierra descubierta por las tribus maoríes, se talaron infinidad de gigantes leñosos, varias veces mayores que los más viejos y altos que todavía resisten. Los hay que caen por su propio peso, porque siendo tan finas y superficiales sus raíces, el ramaje acaba por hundirlos. La supervivencia es difícil en el planeta. Los humanos, al margen de creencias y nacionalidades, somos depredadores y complicamos aún más la existencia del resto. El Museo del Kauri en Matakohe muestra con pelos y señales la historia de un destrozo antológico. Precisamente por esa razón me interesaba conocerlo. También por la inquietante belleza de su colección artística. La madera, en Nueva Zelanda, es una industria enorme. Al mismo tiempo que se cortan los árboles se plantan nuevos chitos. La organización del terreno es primordial para mantener el negocio y no terminar con la gallina de los huevos de oro.


    Salimos de BayLys, cuya playa es comporable a la mítica de las 90 millas, pendientes de la climatología. Pretendíamos recorrer el Kaipara Harbour, la enorme desembocadura de multitud de corrientes fluviales, entre las que se encuentra el caudaloso Waiora, que nace en el Russell Forest, pero las predicciones meteorológicas auguraban chubascos en todo el país.

    A quince kilómetros escasos de nuestro punto de salida comenzó a caernos agua igual que si lanzaran pozales del cielo. Los chaparrones duraban cien metros, paraban y volvían a surgir cien metros más adelante. Tuvimos que reducir velocidad y tomarlo con calma después de cruzar Tangewahine, donde se formó algo parecido a lo que los cubanos denominan un ciclón. La gran diferencia entre las lluvias tropicales y las que se producen en las Antípodas es el calor reinante. Aquí, a diferencia de las regiones ecuatoriales, el clima es más fresco. No puede extrañarnos, después del aguacero, que la vegetación sea prolífica en Nueva Zelanda.

    Lloviendo como llueve es normal que crezca cualquier cosa por estas tierras. Es lógico pues que las personas se aprovechen de una tierra tan benéfica. Aotearoa, "la tierra de la gran nube blanca", sigue exportando madera a manos llenas. Lo hace roturando sus bosques, controlando la producción y replantando constantemente. La codicia de antaño apenas ha dejado en pie dos árboles milenarios, el que mostré ayer, el Tane Mahuna, de 1.200 años, y el Te Matua Ngahere, de casi dos mil, en Waipoua. Durante el siglo XIX se quitaron de enmedio algunos ejemplares de cuatro mil años tranquilamente. Durante el crecimiento industrial no existía ninguna conciencia al respecto.


    Llegamos a Matakohe bajo un diluvio y accedimos al Museo, centrado en el aspecto Heritage de los pioneros, donde hacen un cántico a las generaciones de los abuelos, aquellos que llegaron al país con el espíritu de colonizar y prosperar en otra tierra, buscando gracias a su trabajo un mundo nuevo para sus hijos y nietos. La epopeya de la subsistencia, el desarrollo tecnológico y la industria, las comunicaciones por vía marítima y ferrocarril, fueron los auténticos artífices de la derrota maorí.

    Contra un avance de tal envergadura era imposible luchar con lanzas de greenstone o palas de kauri. A raíz de esta batalla perdida surgió la gran pelea contra el entorno natural, y en aras de explotar sus tesoros ocultos se hicieron auténticas barbaridades. Igual que hay gente que caza un ciervo y cuelga su cabeza disecada en la pared, existieron individuos en el pasado que derribaban a hachazos un árbol milenario y se hacían muy ufanos y orgullosos un fotografía a los pies de un árbol gigante. Era imposible tener una visión de desarrollo sostenible. Entonces lo único sostenible era desarrollarse a toda marcha, lo que creó mitos y leyendas, grandes fortunas y un fuerte espíritu emprendedor. Pero contemplar, como puede verse en el Museo, troncos milenarios aserrados sin misericordia, produce una inevitable tristeza. Sin embargo, la manufactura realizada con tan soberbios árboles es capaz de crear maravillosas obras artísticas, desde órganos fabulos de sonido impecable, a balandros y veleros, pasando por finos muebles barnizados con resina del propio árbol —el ámbar— cuya antigüedad alcanza en ocasiones la friolera de cuarenta millones de años. En este museo hay colecciones de ámbar absolutamente inconcebibles, apelotonadas en cristales y vitrinas, apiñadas sin gusto alguno y puede tocarse la madera de un kauri -de orígen australiano- que tiene más de treinta millones de años en sus entrañas, lo que produce una honda estupefacción.


    Durante la visita me dejó igualmente atónito que estuvieran representados en cera los pioneros de las fotografías expuestas. Se crean viñetas tridimensionales en cuartos de tamaño natural, maquetas exactas que ayudan al visitante a hacerse una idea de lo que ocurrió en el pasado, cuando la vida era sencillamente de otro modo.

    Todo este alarde me recordaba al Far West del Norte de América, sólo que desde un aspecto victoriano. Cientos de personas han colaborado en esta impresionante reproducción de costumbres, máquinas y vestuarios, entregando utensilios, siendo los protagonistas aún vivos del pasado que nos regalan su herencia para un mejor conocimiento. El Museo del Kauri de Matakohe es en sí mismo una unidad didáctica.

    Explica las clases de kauri que existen en el mundo, sus formas y tamaños, sus colores, la manera en que se cortan y talan los árboles, cómo se trabajan en las serrerías y se tallan sus maderas, la organización social que se origina alrededor de la industria maderera, las ciudades que se levantan a su alrededor y las costumbres de sus habitantes. Todo está allí. Desde unas gafas a un orinal, las pipas, los útiles de un dentista o las cantimploras de montaña. Incluso había un piano.


    Tras haber contemplado durante la jornada anterior los magníficos kauris gigantes del bosque de Waipoua, verlos hoy desnudos y sin vida, desbrozados, abiertos y, en el mejor de los casos, tallados hasta crear maravillosas obras de arte, como la de la fotografía, produce sentimientos contradictorios. Nueva Zelanda también es así de silvestre, ruda y risueña, espectral y magnífica.

    Salimos del museo con el agua chorreando por los impermeables. Hicimos un alto en Helensville para tomar un café y un té, con sus respectivos muffins, y llegamos a Parakai en una nube constante, con los cristales empañados y una moqueta de agua golpeando los parabrisas. Habíamos acordado pasar la noche en un motel de dicha localidad, de los dos que ofrecen baños minerales en piscinas calentitas. Nos inscribimos en el que teníamos más cerca, aunque nos dirigimos al siguiente, que estaba completo. Por lo visto, mañana hay boda en el pueblo y alrededor de doscientas personas asistirán a las nupcias, de modo que la hostelería de la zona estará copada en menos de veinticuatro horas.

    Como el tiempo no acompañaba y como teníamos también que tomar decisiones respecto a los días que nos quedan por pasar en esta zona del globo, estudiamos las posibilidades de volar a las Islas Cook u optar por otras zonas polinésicas, menos famosas aunque igualmente hechizantes. Recuerdo que en un principio barajamos las Fidji, Tonga y Vanuatu. La opción de las Cook fue tomando cuerpo por la facilidad del acceso desde Auckland, pues partían aviones casi todos los días y los regresos parecían coincidir con el día de nuestra partida hacia Europa. Hubo sin embargo un descubrimiento que nos estuvo coleando durante meses, y fue el de la isla de Tanna, en Vanuatu, donde se halla un volcán todavía en activo, a cuya cima puedes asomarte para ver la lava en ebullición. Ayer, pensando que tal vez sea la última en nuestras vidas que tengamos la oportunidad de ver algo parecido, decidimos optar por las Vanuatu antes de volver a casa. Así que adquirimos los vuelos por internet, el domingo 6 de los corrientes partimos hacia las islas paridisiacas, donde pasaremos una semana.


    Allí el clima es tropical y caluroso, con atolones y finas playas blancas, todo un clásico de lo que se comprende por paraíso a los ojos occidentales. Para irnos haciendo a la idea, y al mismo tiempo que seguía lloviendo, nos acercamos al spa y nos fuimos relajando. Mañana llegaremos de nuevo a Auckland, donde entregaremos el vehículo, y pasaremos la noche. La jornada siguiente suponemos que estará bien cargada de novedades polinésicas. Son unos cuantos los países que podrían sumergirse bajo las aguas por el cambio climático, y Vanuatu es uno de ellos. Confiamos en disfrutar sus encantos antes que desaparezca o lo doble un terremoto, porque los movimientos telúricos son frecuentes en el archipiélago.