Lo que está ocurriendo en el partido conservador a muchas gentes levanta la sonrisa pero es muy preocupante. Han engañado durante tanto tiempo y sin ninguna medida a sus seguidores que ahora resulta imposible centrar la marcha y la peña más radical se amotina a las puertas de la sede pidiendo la cabeza del jefe. Los simpatizantes, esa hinchada de forofos que se apuntaban a cualquier movida eclesial, que siempre estaban pendientes de la última que pudiera soltar Zaplana o Acebes para jalear su pavorosa ocurrencia, se encuentran ahora desnortados y sin gresca en el horizonte político, lo que resultará conmovedor a la progresía pero peligroso al conjunto de la nación. Existe un riesgo grave de «berlusconización» en los conservadores, si es que no terminan alumbrando un partido faccioso en la escombrera. Tal vez basado en una escisión de los descontentos o en la toma de la dirección en su próximo congreso. Tras la derrota electoral, que a mi juicio no fue tan abultada como hubiera sido deseable, de forma mecánica se levantaron voces en sus medios de comunicación más afines animando a Rajoy a que abandonara la poltrona. Es lamentable que no hayan parado de darle tralla ni un solo día, cuestionando tanto sus nombramientos como el nuevo espíritu moderado que este señor barbudo — antes de irse— pretende impregnar a brochazos gordos en el PP con el propósito de conseguir un espectro electoral más amplio en futuras convocatorias. No sería otra su herencia. Desde fuera cabe la impresión de que los conservadores, ávidos de matraca, se revuelven contra sí mismos gracias al mismo ímpetu con que antes mordían el ideario del PSOE. De igual forma se observa que los personalismos son demasiados y de tan variado pelaje, que nunca llegaremos a comprender lo nefasto que fue para este país el aznarismo, al menos hasta que la derecha española no consiga centrar su rumbo y ofrecer una imagen menos rancia.
El camino que tienen por delante los grupos más moderados del partido es difícil y además está sembrado de estiércol. En cada avance, las facciones beligerantes y la escuadrilla vocinglera — intransigentes y tradicionalistas de la España más profunda—, colocan impedimentos para recuperar la influencia perdida. El espectáculo que estamos viendo es más penoso que risible. Se observa en la calle que una parte de la población no comprende el cambio que se produce en el PP. Se resisten a abandonar la mentalidad de víctimas y exigen revancha. Insultan incluso a los que ayer aplaudían como capitanes de su causa y claman por el retorno a las insanas costumbres del desacato, la corneta, la corruptela y el improperio. Necesitan líderes fuertes, individuos tintados por el amarillismo y con el colmillo afilado, cabecillas graznadores y sujetos incombustibles, no quieren estar afiliados a una mala réplica del PSOE ni de la caduca UCD. Por eso llegan a romper su carné. Está tan revuelto el gallinero conservador que los que llevan la batuta comienzan a sentirse inseguros entre los suyos, como si fueran a recibir una pedrada en cualquier instante. Los abandonos y las dimisiones son tan acusadas que se producen saliendo ya por la puerta grande: a hombros y pidiendo la oreja del líder. Ni siquiera Fraga, el abuelo que está al borde de lo gagá, consigue poner orden entre las filas. Al revés, da la sensación de estar echando más leña al fuego cuando se jacta de apoyar a Gallardón. Hasta parece demasiado tarde para Esperanza Aguirre, que a río revuelto tuvo su oportunidad, pero que actualmente ni siquiera podría amadrinar una alternativa creíble. La mayor inquietud social estriba en que se desmande este partido y aglutine en su despeñamiento a los sectores de la ultraderecha. Un retroceso de estas características sería temible. |