El Cuaderno de Sergio Plou

     



Sobre la Marcha



            Se me ve en la foto de arriba con cara de alucinado saliendo de la fronda que hay a mis espaldas. En los ojos me brilla un contento especial, como si no me creyera lo que me está pasando. Llevo una vieja camisa china de seda azul pegada al cuerpo, marcando tetillas porque voy sudando a chorros sin hacer nada del otro jueves. Hace un calor demoníaco a orillas del Ucayali, en la Amazonia peruana. El sendero del que procedo lleva hasta la orilla del río —calcado al de la película Apocalypse Now—, de ambiente vietnamita, donde todavía duerme la canoa desde la que pesqué una sardina. Tuvo su merito, ya que las aguas están infestadas de pirañas. Hasta allí me condujo Nixon —el guía, no el presidente del Watergate—, un chaval con mezcla de rasgos asiáticos y pequeña estatura, fibroso, un sujeto que a sus veintidós años maneja sus emociones de forma depurada. Nixon sabe que entre las pirañas existen un par de docenas de especies carnívoras. Miden entre 15 y 60 centímetros, pero muy pocas atacan a las personas de modo que en un discreto segundo plano se muestra atento sin resultar cargante. Todos los que hemos contratado sus servicios ya somos mayorcitos. Nadie ha firmado unas condiciones de 100% supervivencia, sino un plan básico de guía turístico, donde se incluye mostrar la zona colindante a Iquitos —la frontera de la selva— y las costumbres de los habitantes autóctonos. Está abierto a propuestas alternativas, siempre que sean razonables. Si se salen del circuito se pagan aparte. No quiere verse en aprietos y cada cual tendría que conocer sus propias limitaciones. Ésta última frase es la llave que rige su coducta profesional, la pregunta que se hace a sí mismo y a sus clientes cuando sugieren una actividad de riesgo.



              

            El lodge que conocí era una cabaña de madera elevada un par de metros del suelo mediante gruesos troncos y cuyo interior estaba recubierto por una fina malla metálica, impidiendo así el acceso de los insectos. El campamento entrelazaba un lodge y otro con las chozas circulares del comedor y la cocina gracias a puentes que iban creando corredores. Los pasillos iban siempre abarandados bajo un techo de juncos para mitigar los aguaceros y la exposición directa al sol.  Al caer la noche nos iluminábamos mediante una lámpara de queroseno, que levantaba una aureola todavía más misteriosa. Cumaceba, que así se llama el campamento, estaba rodeada de nenúfares, pero también de loros y cacatúas que rompían en un chillido cuando menos lo esperabas.

            Aprendimos allí a capturar una luciérnaga y a que nuestros ojos vieran en la oscuridad. También comprendimos en nuestras carnes los peligros que aguardan en la selva, a escasos cincuenta metros del lodge, donde trepaba por el tronco de un árbol una tarántula de un palmo. La destreza de uno de los guías al capturarla y depositarla suavemente en el hombro de mi compañera me puso rígido como una tabla. Aunque peor fue verla al día siguiente con una anaconda al cuello o sujetando un caimán. Sólo llegué a saludar yo a un oso perezoso, y me sentí muy raro. Pero el contacto más hermoso se produjo en la Isla de los Monos, a donde nos acercó Nixon después.  Los guías de ahora se parecen poco a los del siglo XIX. En Perú, mi compañera y yo contratamos los servicios de tres personas, dos para la selva amazónica y una para el altiplano de lago Titikaka. Los tres muy distintos, dos de ellos casi en el tono de animadores (como el de la tarántula, que nos condujo después a las lianas del río para que hiciéramos el Tarzán) y con conexiones evidentes en la zona, que les reportan unos ingresos suplementarios. Estas conexiones agilizan los trámites y puedes cruzar el Amazonas de un extremo a otro, bañarte con los delfines rosas en mitad de sus aguas o saludar a los Uros, en medio del lago Titikaka, flotando en un isla de juncos, unas plantas en forma de varas a las que denominan totora. Todo está hecho allí de totora, y por si fuera poco también se la comen. Ahora los guías no  te conducen a un lugar y allá te las compongas, cubren un espectro mayor y algunos hasta son parte de la empresa organizadora, lo que antes se llamaba la Expedición.



                 

            Suelen ocuparse de la logística, es decir, de dónde vas a alimentarte y a dormir, además de trasladarte a todas las visitas. Cobran más de lo que ganaban antes pero la competencia es mayor y supongo que la masificación turística, durante la temporada alta, devalúa el paisaje. Tenemos suerte de viajar en noviembre y con la precaución de operar con el equipaje justo - lo que pueda cargarse a la espalda -, así se maniobra con el plano o la guía de confianza mientras te mueves con más facilidad. Habíamos previsto volar de Iquitos a Cuzco, donde el contraste climático y el cambio de altitud podía complicar el viaje. La zona de Cuzco, siguiendo el curso del río Urubamba, desde Pisac al santuario de Machu Pijchu pasando por Ollantaytambo y Aguas calientes, la hicimos por nuestra cuenta. En Cuzco, si no es por el mate de coca, no me hubiera podido mover un centímetro debido al soroche, un enorme jaquecón que me pegaba en la nuca.

            Yendo sobre la marcha, a tu aire y preguntando es como surgen las aventuras. La repetición en los trayectos y programas degenera con frecuencia en el aburrimiento profesional de los guías, lo que les exige una concentración extra. Creo que es lo que le pasó a Joan, el guía que me tocó en mi viaje a Islandia, cuando caminábamos en un grupo disperso a orillas de otro río, pero esta vez muy vaporoso y humeante, cerca de Hveragerdi. Un exceso de confianza o una distracción pueden arrastrar al guía por un terreno delicado y dejar su reputación en entredicho. Joan, socarrón y desconfiado al mismo tiempo, había decidido subir a los pies de una fumarola por la vertiente derecha del río, en lugar de la izquierda, como tenía por costumbre. Sabía que era un trayecto más corto, aunque no lo había hecho nunca. Además buscaba un sitio para que nos diéramos un baño pero el imprevisible cielo islandés estaba encapotado. Si hay algo más triste que una fumarola ahogada en lluvia es un bañista empapado antes del chapuzón. Un miedo nublaba la lógica de sus pensamientos, un peligro acechaba en la brecha humeante que íbamos a visitar. Durante el primer viaje, allí mismo un joven se había achicharrado el brazo y no quería repetir la experiencia. Tan enfrascado estaba en la negrura de estas ideas que durante un momento se perdió, o creyó haberse perdido, y transmitió esa fugaz desorientación al grupo que dirigía. Ocurrió en el preciso instante que empezaba a caer el agua, lo que agudizó el desconcierto. Menos mal que la lluvia duró poco y se recuperó el hombre del aprieto.



                 

            A Islandia fuimos en un viaje semiorganizado. No había más remedio. Al norte conviene ir en verano, porque en invierno te pelas de frío. Mejor que lo hagas con un equipaje bien pertrechado de viandas, porque se come caro y mal, y bien surtido de ropa variada, para los cambios meteorológicos repentinos. Al viajar en grupo también hay que traer de casa cierta paciencia y estar al quite. Saber controlar el tiempo libre del que dispones permite, por ejemplo, salir de Barcelona —en lugar de Madrid— y conocer la inquietante marcha nocturna de Reykiavik: su agudo índice de alcohol en sangre. Si no te acuestas tarde —o no en exceso— incluso puedes darte una marmita al aire libre en la piscina municipal más cercana, para salir después a Pingvellir. En dicho Parque Nacional se encuentra el primer parlamento del mundo —el Althing— y la fisura que divide las placas tectónicas de América y Europa.



                 

            La organización repartió las compras de víveres y las faenas de cocina en cuatro grupos, lo que permitía a los demás un extra durante el tiempo dedicado a las obligaciones. Así fuimos adquiriendo la gratificante costumbre islandesa de escaparnos a tomar un baño, sabia medida que tonifica los músculos después de una excursión. Desde Geysir, donde tuvimos el encuentro con el Strokkur, una vaporada en chorro de casi veinte metros de agua hirviente, y tras visitar la sobrecogedora cascada de Gullfoss, llegamos a Hveravellir.  Habíamos cruzado por carretera entre imponentes glaciares y el segundo chapuzón, esta vez en plena naturaleza, sentó de perlas. Volvimos a quedarnos pasmados ante otra cascada, la de Godafoss, antes de entrar en Akureyri, la segunda ciudad del país. En ella aprovechamos otro hueco para ver el flipante y coqueto Museo de Arte Moderno.   Yendo en un grupo de trécking bastante tranquilo, las palizas fueron pocas y sólo los más machotes, los campeones de la manada, se dieron la soba. A mí me mataron las subidas a los volcanes, primero el Hverfell y después el Blahnukur, pero nunca olvidaré el eterno atardecer de Myvatn - el Sol de Medianoche - donde la oscuridad y el amanecer juegan a confundir los colores del mundo. Tampoco olvidaré el olor del azufre en Krafla ni el hipnótico baile de los témpanos en el Jökulsarlón, donde el tiempo se mueve a la velocidad del silencio.



                 

             Perú e Islandia no tienen nada que ver. Aunque para cada uno de estos destinos disponía yo de quince días, lo que representa una limitación bastante seria. Perú es dos veces y media la península ibérica y en ella caben once islas como la de Islandia. El territorio de Islandia representa poco más del doble de Aragón y los habitantes de Reykjavik son dos veces los de Huesca.   Como cierto sentido común es benéfico a la hora de moverse por el mundo, la salud puede estar en aprietos si no tomamos medidas. Conviene tener al día el certificado internacional de vacunación, contra la malaria y el paludismo, que se exige en el aeropuerto de salida para llegar a Iquitos, en las puertas del Amazonas. Para Islandia basta con tener al corriente la Tarjeta Sanitaria Europea. Una quincena obliga a elegir zonas y anticiparse a lo que quieres. Necesitas mapas, horarios de trenes, aviones y autobuses para calcular precios y estancias durante quince jornadas. Debes hacerte un plan general, y estas cosas a mí me gustan poco. No por el trabajo que dan sino por el margen de improvisación que restan a la aventura. Es como si te convirtieras en tu propia agencia. Reconozco sin embargo que un mínimo de organización te evita de pronto estar tirado en el culo del planeta esperando una guagua. Pero, ¿acaso pretendemos pasar de puntillas ante la realidad?



                 

            El último grito en turismo es un concepto de viaje más improvisado y fantástico, muy personal, donde se trata de recuperar el juego, la mentalidad de divertirse. En este terreno cada uno debe saber lo que le gusta y lo que puede gastarse si no quiere sufrir innecesariamente. A mí, en lugar de vacaciones, me gustaría «veranear» pero como es económicamente imposible conviene tener cerca un buen apoyo logístico, similar al que puso a nuestra disposición la dueña del Hotel España en Lima, facilitándonos las conexiones de madrugada para coger el vuelo a Iquitos o regresando de Cuzco, ya entrada la noche. He leído mucho sobre los pequeños países del globo, también de los países exóticos y de los países de siempre. En tres categorías dividía yo las naciones a temprana edad, cuando comencé a interesarme por los mapas. Los pequeños eran irresistibles porque había que buscarlos con lupa. Los exóticos adquirían su rango al leer una novela, un artículo o ver un documental. De entre ellos surgían trazas en común que sugerían un punto atractivo. Y los países de siempre son los más próximos y los más reconocibles, los que manejan códigos similares y que sin embargo despiertan admiración por la diferencia.

            Tuve la oportunidad de pasar dos meses en Lisboa y pude descubrir que Portugal era algo más que uno de los países de siempre.  Igual me ocurrió en París años más tarde,  Francia era distinta a lo que yo pensaba.  En cuanto a mi fascinación por las islas reconozco que no la sopesé bastante hasta que conocí Lanzarote, La Palma, Hierro o Fuerteventura. Entonces comprendí que establecer categorías ofrece escasa utilidad y que a menudo es un lastre del que hay que desprenderse viajando. Llegar a Cuba o a Islandia me motivó a soñar con el sarpullido de naciones que cubren la Polinesia, algunas de ellas, como Vanuatu en peligro de sumergirse en el Pacífico. Groenlandia me atrae tanto como la Antártida, donde estuve a punto de ir por medio de un contacto con Greenpeace para representar una función de teatro en las bases de exploración científica. No me importaría tampoco ver el estrecho de Magallanes y la Patagonia. O llegar a Lhasa en el Tibet, pasando por Nepal, el antiguo reino de Sikkim y Bhután, el país de las dos capitales (una de invierno y otra de verano). Me podría pasar las horas muertas dejando vagar la imaginación por un montón de paisajes que me encantaría conocer, cruzar Rusia hasta Mongolia en el Transiberiano, desde Brunei a Canadá.



                 

             Bajo la presión de una fantasía desbordante, llega el momento de hacer balance y las aventuras que me ocurrieron no eran las que soñé, pero daban la medida de lo que estos países representarían desde entonces en mi memoria. Me veo en una caduca sala de fiestas del Barrio Alto lisboeta, sentado a una mesa frente al escenario. Estoy rodeado de otras  mesas a  las que se sientan ilustres comensales de la capital, desde políticos como el entonces presidente Soares a mafiosos sin tarjeta de visita pero con una pistola bajo el sobaco. Mi Lisboa suena a fado en un ambiente tenso, a punto del tiroteo. Mi París se agita en las calles de Le Marais, el barrio judío. Es romántico, pero baja turbio. Si en Lisboa pueden saltar chispas en cualquier conversación, en París se mueven las lámparas. Estoy sentado en la terraza de un café, y siento que un desconocido va a entablar conversación conmigo. Lo intuyo, porque en ese instante se apaga la estufa de gas que hay a mi lado. Los dos viajes se realizaron en épocas distintas y a mí, en ambas ocasiones, me ocurrían cosas muy diferentes. Cada uno se empapa de lo que lleva encima y de lo que le va pasando, por eso las otras dos veces que estuve en París se tiñen de otro color, aunque se mantengan las sensaciones.

            Hasta que no conocí a mi compañera sentimental no se vinieron abajo mis resistencias a viajar en avión. En aras de convencerme empezó conmigo por lo más próximo, las Canarias y a medida que me iba vacunando extendíamos los trayectos. Cuando salimos para La Habana casi era uno más de los miles de inconscientes que vuelan cada año. Ya no sudaba tanto ni me ponía tan tenso ir por los aires pensando que aquel cilindro metálico de minúsculas ruedas podía entrar en barrena y convertirse en una bola de fuego. El aterrizaje en la isla de La Palma, tras un plano oblicuo de lo que parecía ser un monte recién traído de la cordillera de los Alpes, fue justo lo que necesitaba.

            También hubo barcos. La llegada nocturna a la isla de Hierro duplicó el encanto de llegar al fin del Atlántico por vía marítima, con el viento de cara y apoyado en la barandilla de proa. Habría podido imaginarme una circunstancia semejante pero hasta que no se hizo realidad no he podido describirla. Cada lugar tiene una magia muy particular, y la cubana se desplegó desde el primer instante por medio del «Intensivo», el arrinconamiento verbal del turista mediante ofertas de todo género al salir del aeropuerto. El Estado obliga a hacer las noches de entrada y despedida en establecimientos estatales, así que para ir al hotel cogimos un «particular». Los particulares son taxis camuflados. A parte de que son una reliquia, la diferencia con los oficiales es que llevan un CD colgando del retrovisor. Nos dejaría cerca de la cuesta de la mítica calle 23, a la que los Orishas le dedican una de sus canciones. Llamaba la atención, en comparación con Europa, la semioscuridad que reinaba en las aceras. Un espectáculo de sombras, olores y música, donde podía salirte un fulano al doblar la esquina. Un fulano dispuesto a salir corriendo detrás del gato que acaba de llamar tu atención y de atraparlo para ti a como diera lugar.  Sólo tenías que dar la señal y fijar un precio en dólares. Eres una hucha con patas allí.



                 

             En el hotel tuvimos que firmar los dólares por detrás, por si eran falsos. Me sorprendió que todos los bienes de la habitación estuvieran inventariados. Igual que los cuadros del pasillo o el teléfono de recepción, cualquier objeto tenía su etiqueta numerada en el culo... De allí nos fuimos a la «pensión solidaria», donde dos dedos de pintura en un bote de latón eran un tesoro. En Cuba, el concepto de basura apenas existe, lo que hay se recicla inmediatamente. Llegamos andando, calle a calle, hasta la casa que regentaba una patrona del barrio de San Rafael, en pleno casco antiguo, cerca del Hotel Inglaterra y del parlamento cubano, construido como una réplica del Capitolio yankie. En su pensión tuvimos la oportunidad de vivir «a la cubana». O sea, «resolviendo». No se gana uno la vida de la misma forma en Cuba que en Perú, y mucho menos en los campos de refugiados saharauis. Un país dividido por un muro infame, una patria a medias, perdida en la arena y buscando desesperadamente crear vínculos con los que acuden a visitarles, sólo es capaz de mantener la esperanza. Que es mucho. En todos los viajes que he podido realizar hasta hoy me he preguntado siempre: ¿hasta dónde llega la paciencia humana? ¿Cuál es el límite de la esperanza? En todas partes he encontrado gente desagradable y personas maravillosas, desastres inconmensurables y bellezas que derriten el corazón de cualquiera con dos dedos de frente. La mayoría de las veces he tenido la fortuna de toparme con individuos honestos, lo que me enraíza cada día en la ingenuidad, el motor que anima a seguir viajando.



                 

            En todos los viajes que he podido realizar hasta hoy me he preguntado siempre: ¿hasta dónde llega la paciencia humana? ¿Cuál es el límite de la esperanza? En todas partes he encontrado gente desagradable y personas maravillosas, desastres inconmensurables y bellezas que derriten el corazón de cualquiera con dos dedos de frente. La mayoría de las veces he tenido la fortuna de toparme con individuos honestos, lo que me enraíza cada día en la ingenuidad, el motor que anima a seguir viajando. De Escocia al Sahara, desde el Perú hasta Cuba pasando por Islandia, me ha ocurrido un poco de todo. Nunca han sido grandes viajes, en el sentido de ocupar más allá de quince días, salvo el viaje a Nueva Zelanda, donde pude disfrutar de un mes largo de exploración y además dar un salto hasta Vanuatu, pero siempre fueron intensos. No me olvido de los rápidos, los que se realizan «en tres patadas», como el de Berlín, pero me siguen rondando por la cabeza multitud de sitios que me gustaría ver. Se ha dicho del gremio de los escritores que gozan en general de una rica vida interior y de una pobre vida social. Es posible. En la medida de mis posibilidades intento paliar mi habitual tendencia al anacoretismo mediante el hábito de los viajes. Son el antídoto perfecto contra la estrechez de miras y el hecho de salir de casa obliga a relacionarse con otras maneras de ver el mundo y organizar la existencia. Por suerte disfruto de una salud de hierro y aunque voy cogiendo añitos todavía me puede la curiosidad.