Como decía mi padre, la relación que yo tuve con el teatro fue fruto de Las Malas Influencias. La culpa la tuvo la fatalidad, que me unió a unos indeseables, unos golfos que me condujeron por el peor de los caminos hacia un callejón sin salida. Mi viaje con gente tan ladina duró la friolera de doce años. Y no escarmenté, porque después de tirar la toalla volví a hacer piña con ellos. Así que mi padre defendía una postura difícil en cuanto a mi fragilidad de carácter. O estaba en un error o pensaba que soy un imbécil. Todavía hoy no sé a qué carta quedarme.
Sólo los idiotas se dejan arrastrar durante tanto tiempo por el sendero de la perdición. Además, hay que estar muy atolondrado o ser un perfecto insensible para que durante el trayecto no recibas un impacto. Cualquiera que sea. Lo mismo vale sufrir un accidente, que perder el trabajo o divorciarse. Ciertos sucesos nos obligan a despertar. Mientras unos se desperezan otros se estrellan, aunque la mayoría de los imbéciles no levantamos cabeza. Para nuestros padres la taza estará siempre medio vacía y el mío se convencía de que mi aventura teatral - lo que yo califico de experiencia insustituible - no me reportó fama alguna. Y la que conseguí en el pequeño pero proceloso ámbito familiar me la podría haber ahorrado. Tenía pruebas para demostrar lo que decía, y eran aplastantes. Si medimos la talla de un ser humano por las imágenes que cosecha en la caja de plasma, se puede hacer un sencillo cálculo. Doce años de teatro divididos entre la media docena de veces que salió mi jeta en la tele autonómica, dan un soberbio fracaso.
Menos mal que no hubo ningún hecho luctuoso detrás de mis apariciones. Mi padre esperaba verme en el telediario, pero entrando en un coche patrulla y con las manos a la espalda. Se encontró con breves entrevistas o secuencias de espectáculos en la sección de Cultura, que en el idioma paterno significó siempre «El Aburrimiento», lo que rebajaba mucho sus expectativas. Me veía más o menos ingenioso o favorecido en la pantalla, igual que en una sala teatral, pero quedaba claro que jamás llegaría a ser Fernando Esteso o Paco Martínez Soria, que junto a Marianico el Corto conforman la mitología actoral de esta comunidad autónoma. Es que mi padre se murió si saber quién es Manolo Kabezabolo. Mi aire desgarbado, cierta delgadez y la obstinación en llevar el pelo largo no son nada en comparación a las crestas y tachuelas de este músico punkarra. Asimilarme con semejante elemento hubiera sido para mi padre una osadía, porque sin buenos ejemplos no me jalaré un colín y sin oficio ni beneficio acabaré siendo una carga. De hecho siempre lo he sido.
Dentro del diálogo de sordos que llevábamos le resultó muy útil hablar de dinero. Solía reprocharme que, aparte del ridículo, perdí en aquella juerga un par de millones de las antiguas pesetas, si no más. Cuando sacaba a relucir este asunto yo me iba por la tangente, el cielo se encapotaba y un largo chorreo me solía empapar de la cabeza a los pies. Esta ducha de humildad describía con puntos y señales la retahíla de insensateces que fui cometiendo desde la infancia. Me recordaba cómo eché por la borda dos carreras universitarias y la matrícula de una tercera. Y lo que es peor, la oportunidad de llevar cualquiera de los dos negocios familiares. Sobre todo el suyo, un feo que no me perdonó nunca. Al final, para redondear el desastre, se cebaba en la ruptura de mi matrimonio y en cómo abandoné a su nieto a la intemperie. Para calificar el tamaño de mis despropósitos, a mi padre el verbo defraudar se le quedaba pobre. De modo que concluía, a modo de epitafio, con la siguiente coletilla: «Tanto colegio de pago para acabar así».
Durante años palpitó junto a mi dignidad la sombra de un tonto del haba, algo parecido a un pelele secuestrado por Las Malas Influencias. Gracias a sus monólogos se levantó a mi alrededor una leyenda enternecedora. A medias de hijo pródigo, a medias de oveja negra. Su estorbo a mis inquietudes artísticas, una tabarra tan extenuante como mi ofuscación, me animó a seguir dándome de cabezazos contra el muro de la cultura que, aquí en Aragón, y en la España profunda en general, suele ser sinónimo de tostón y sacaperras. Pero visto desde la lejanía que ofrece el paso de las décadas, no sé qué habría sido de mí sin sus sentencias. Sus palabras de desaliento, que deslizaba con el propósito de hacerme entrar en razón, no me hicieron creer que estaba echándole a la vida más morro que espalda, o que ya fuera hora de sentar la cabeza, supongo que algo falló en el sistema de traducción simultánea. Menos mal que mi madre, más concreta, me hizo un día un croquis emocional: «Hijo, nos vas a matar a todos».
Lo soltó de tal forma que me puso los pelos de punta. A ella le van más los actores tipo Paco Valverde, Osinaga, Bódalo, Rodero, y si me apuras también del estilo Marsillach. Tiene un barniz cultural y una vena bufa, sobre todo cuando le da por hablar de Maitreya o te regala un libro de Lobsang Rampa. No creyó que mi aventura en el teatro fuese a cuajar por ninguna parte, pero a menudo recuerda su propia infancia y lo bien que se lo pasaba organizando comedias con las amigas del barrio. Si tiramos de este cabo suelto pierde mucha fuerza en la pegada. Lo mismo le ocurría a mi padre, cuyo mayor entretenimiento, antes incluso de la jubilación, era coger un lienzo y darle caña a los pinceles. Dice mi prima, la de Francia, que estas contradicciones se deben a la enseñanza republicana y a la herencia de la Memoria Histórica.
La primera función de la primera obra en la que actué, y haciendo gala de conocerme, mis progenitores estaban preparados para cualquier suceso anormal e incluso paranormal. A mi madre el estreno la dejó fría, tal vez por eso batió palmas durante los aplausos, para disimular el impacto. A mi padre en cambio le dejó caliente. La puesta en escena se desarrolló con los alumnos de la escuela donde estudiaba teatro por entonces. Recuerdo que montamos un grupo de teatro que duró tan solo un espectáculo, titulado «Improvisaciones paterno mortales», que consistía en una recopilación de las escenas que habíamos trabajado durante nuestro proceso de aprendizaje. Un servidor representaba varios papeles y para caracterizar al primero compré un buen montón de lana blanca. No recuerdo cuántos kilos gasté para coser un disfraz de perro san Bernardo. A la hora de saltar entre las butacas me tiraba horriblemente de la sisa y a medida que pasaba el tiempo me iba ahogando en mi propio sudor. Mi madre jamás me tuvo en cuenta semejantes comienzos. Debió de intuir que al principio todo el mundo empieza ladrando. Y se fijó en la siguiente, a la que consideró realmente la primera y no un pinito experimental. Era una dramatización de los poemas de Bécquer titulada «Variaciones en Rima IV». Y le pareció un avance. A mi padre en cambio se le antojó una melonada, dicho lo cual me pilló de la oreja y me llevó al taller por las tardes. Sólo un par de horitas, para que fuera cogiendo el aire a su negocio por un módica paga. Para salir de allí tuve que emplearme a conciencia y lo más contundente que se me ocurrió fue abandonar una botella de vodka medio vacía en el cajón de la oficina. A mi padre aquel hallazgo le provocó flato. La experiencia del taller, con el paso del tiempo, me sirvió para saber cómo se sobrevive siendo autónomo, aprendí las cabriolas que hay que hacer para salir adelante y que años después me servirían para montar mi propio calvario empresarial.
A mi madre la tercera obra la dejó pasmada. Fue un shock. No esperaba encontrar a su hijo mayor literalmente en pañales. Iba yo con las rodillas en carne viva de tanto gatear por la tarima y casi afónico, por la formidable berrea que montaba en el escenario. El evento tuvo lugar en la principal sala de teatro de la ciudad y aunque cualquier madre es capaz de comprender la diferencia entre hacer de perro y hacer de niño, la mía entendió aquél espectáculo como un nuevo retroceso. La obra en cuestión era «La Apertura de la puerta del Sol», de Alegre Cudós, un escritor, que en paz descanse, de inteligencia prodigiosa al que según mi madre le perdía la halitosis.
Al estreno fue poco público pero las críticas fueron buenas, de modo que obtuve un aplazamiento. Tanto para el servicio militar, del que me exonerarían por indulto igual que a un ninot, como en la opinión materna, enraizada en el principio de que quien calla otorga. Entre un espectáculo y otro había salido en la radio —todos los días y casi durante un mes—, lo que de alguna forma podía nivelar la balanza. Incluso comencé a publicar un artículo en el dominical del periódico más antiguo de la provincia, por el que cobraba diez euros de ahora. Por si fuera poco tuve la suerte de impartir clases por primera vez en el Aula de Teatro de la Universidad, donde comenzamos a preparar «Insultos al público», de Peter Handke. Es verdad que esa obra no la acabamos nunca. También es cierto que nos pusimos a dirigir a los alumnos gratuitamente, mientras el rectorado nos iba arrinconando. Empezamos a ensayar en el teatro del colegio mayor y terminamos el «mobing» junto a los retretes del sótano. Si trabajas en cuestiones artísticas sueles callarte estas desdichas porque los espectadores la gozan oyendo a los quejicas y al final, como no te va bien la vida, acaba yéndote peor. Quizá por eso en el teatro siempre se muere de éxito.
Pese a estar en la ignorancia, llegó el cuarto espectáculo y mi madre se sumió en una honda preocupación. Un servidor había perdido la friolera de veinte kilos de grasa corporal. Si los hubiera perdido ella estaría como unas castañuelas pero los perdí yo, de golpe y en apenas un mes, con lo que jode, porque no hay nada más lacerante para una madre que la mala alimentación de sus vástagos, aunque ella no tuviera nada que ver. Tuvo la culpa de aquel desgaste mantecoso una pequeña pieza de Eduardo Blanco-Amor, titulada «Amor y Crímenes de Juan Pantera», pensada primero para café teatro y después para que cupieran todos los trastos en un Seat Panda, así podríamos armar el chiringuito en plena calle y luego pasar la gorra. Lo de la gorra a mi padre le llegó al alma, pero no aflojó la mosca. Ya sabía que mis Malas Influencias y yo no estábamos ensayando al raso, sino en un localito de cuarenta metros en el Tubo, al que calificó de cuchitril de mala muerte.
Hicimos dos versiones de la obra. En la inicial me tocó el papel de Juan Pantera y en la siguiente el de Contemplación Jiménez, personaje femenino del que todavía recuerdo los cocos de escayola. Representamos la primera en un garito del casco viejo, el BV-80, que ahora se llama La Vía Láctea, y la segunda por todos los paseos marítimos de la Costa Brava. Desde entonces, aquél sostén de yeso se convirtió en un miembro fantasma. Mi madre no vio nunca ninguna de las dos versiones. Mi padre tampoco. A veces la vida te recompensa con una dádiva.
El quinto espectáculo fue una comedia, «El Knack», de Ann Jellicoe. En esta ocasión hacía de un estudiante – Collin – con problemas de carácter. Un buen mozo que se deja llevar por las malas influencias. Lo trabajé en la línea de Jerry Lewis y mi padre me felicitó efusivamente. Su repentino cambio de actitud me dejó sin palabras. Debió de reírse tan a gusto durante la representación que no pudo ver el fondo de la trama. Tal vez lo vio y estaba esperando la consiguiente transformación de mi personalidad. Nunca lo supe y de cualquier manera duró un pispas. Junto a la comedia llegó también el viento de la profesionalización, un huracán que me impedía volver a casa. Si notaban que seguía allí era por la cuenta del teléfono. Además me gastaba un montón en fotocopias y material de escritorio. Incluso me había echado novia, la que ahora es mi ex, y ya no se me veía el pelo.
El escabroso tema de la novia lo llevaban mascando desde que comencé con el teatro. ¿Cuál de aquellas actrices sería? El chismorreo familiar alcanzó el cenit cuando descubrieron que salía con una mujer ajena al mundillo de las giras: mi antigua compañera de colegio. Entonces comenzaron a preocuparse de veras. Si aún mantenían la vaga esperanza de que recuperase la cordura, se fundió completamente al observar que la compañía de teatro se mudaba a un local más grande en la avenida de Cataluña, casi una nave industrial, en la que curiosamente aterrizarían varios catalanes a partir de entonces. Uno de ellos el mismísimo diablo en persona, la Mala Influencia por antonomasia. Era el director de El Knack, esa comedia que tanto le había gustado a mi padre. El director era un tipo que nos doblaba la edad y triplicaba en experiencias, pequeño y regordete, un tanto acicalado, de verborrea poderosa y sonrisa inquietante. Traía de la mano a cinco seguidores manchegos, personas de mente abierta que venían con lo puesto a labrarse un porvenir. Mis padres se habían acostumbrado a seguir el rastro y hacer sangre entre una docena de mis conocidos. Cuando quisieron darse cuenta, el círculo de los desgarramantas se había duplicado y el tiempo que pasaba en la casa familiar se redujo a dormir en el catre, donde me tumbaba a altas horas de la madrugada y generalmente exhausto. Esta conducta, comparable sin duda a la que gastas en una pensión, supone el abandono de los afectos fraternales y hace restar puntos a los ojos de una madre. Mi padre estaba muy ocupado intentando echarme el guante alrededor de la mesa del comedor, así que cuando llegó el sexto espectáculo no fue todo lo bueno que cabía esperar.
En una obra que se llama «Antígona», yo hacía el papel de Hemón, y eso representaba un hándicap de protagonismo. Éso y que habíamos montado la versión de Brecht, una adaptación tan antimilitarista que el patio de butacas se llenó de insumisos. La verdad es que era un buen papel pero me supo a poco, como la crítica del periódico donde seguía publicando los domingos, y me costó además una hernia de disco. La escena de Hemón discutiendo con su padre Creonte, estaba simbolizada por un tablón que hacía de columpio y cuya única palanca era mi espalda, de modo que concluía la escena con todo el peso de mi padre en las costillas. El actor que interpretaba a Creonte casi medía dos metros y pesaba más de noventa kilos, asunto que a mi madre la puso enferma. A mi padre también, pero por razones distintas. La obviedad de su pensamiento era tan reduccionista que no se sintió aludido. Sólo vio que un grandullón se me subía literalmente a la chepa y que yo me dejaba hacer. Fue la constatación de sus sospechas... Las Malas Influencias me estaban utilizando de forma sangrante. El director, al que Mis Malas Influencias y un servidor habíamos contratado con la pasta de la subvención para el montaje anterior (y para tres más si funcionaba), era sin duda un tipo muy listo y sin ningún escrúpulo.
Pese a todo el papel me sentaba como un guante. Hasta tuve que ponerme cachas y aprender acrobacia. Al fin y a la postre era una obra coral, que dicen ahora. De hecho éramos un coro de jóvenes contando la historia de Antígona, aunque lo hiciéramos desde unos andamios y con materiales de construcción. Lo que más le gustó a mi madre fue que, para cantar y tocar en el espectáculo, empezara a recibir clases de solfeo. Igual así le sacaba partido al piano que tenía en casa.
Se me complicaron un poco las cosas con el cartel anunciador del séptimo espectáculo, que mostraba a nueve mozalbetes con el culo al aire. Uno de los culos era el mío y mi padre, para qué decir más, descifró aquel póster como el colmo de la rechifla. Se negó en redondo a creer que le estaba hablando en serio cuando le explicaba que habría sido peor una foto frontal. Mi madre, atónita, contemplaba aquel póster pegado en su propio barrio, en la puerta del mercadillo: un cartel que su propio hijo había instalado allí la noche anterior mediante el rústico procedimiento de la cola y la brocha. Sabía que el montaje había sido financiado por el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas y temió que aquello fuera una bacanal. Recuerdo que para conseguir la financiación de«La luna en un charco» estuve persiguiendo a los políticos por los urinarios de la I Conferencia de Teatros Públicos. El impuesto que hay que pagar por una coproducción es el trasiego de busca y captura por los mingitorios, una faena estresante donde las haya. Mi madre tenía conocimiento de mi estrés por los objetos que depositaba en mi cuarto, y el cubo chorreante de cola que amaneció esa mañana a los pies de mi cama no era de los más extraños, de modo que tragó quina y me sugirió una publicidad menos chabacana. Después vio el montaje, donde interpretaba el papelito de un joven muy apasionado por su profesor de casa de juventud, y la pobre rayó el delirio. Debió de creer que en el fondo de mis entrañas latía el difunto Rock Hudson y me quiso pagar un curso en América con el Actor's Studio. Nunca la creí.
Las soflamas de mi padre sobre la indolencia, el mal ejemplo que estaban recibiendo mis hermanos, y sus continuas alusiones a mis hormonas del crecimiento, hicieron el resto. Y arreciaron desde entonces en proporción geométrica. Mis Malas Influencias y yo nos fuimos a Madrid a producir el octavo espectáculo, «La Tragedia de Coriolano» —un Shakespeare— y como la presión era ya insostenible levantamos el noveno en Lisboa. «Y un día me dijiste», de Julio Alejandro, con Helder Costa de director y escenografía de Antonio Saura. Después ya no se pudo sostener. O no pude sostenerme. Para entonces ya había cometido la estupidez de casarme en la más estricta intimidad. Vivía en un céntrico apartamento de cuarenta metros y había empezado también a publicar con más asiduidad en el periódico, hasta el punto de albergar fundadas esperanzas. Pasé a ganar quince euros de ahora por artículo. Y luego veinte, donde me estanqué. Más tarde se destapó el fraude que tenía montado un canalla del periódico con el pago de las columnas en la sección de Opinión, pero quedó en un segundo plano cuando murió el jefe y la cabecera cambió de manos. Entre tanto, mi ilustre compañía de Malas Influencias y un servidor, nos pusimos a escribir y luego a montar el que sería mi décimo y último espectáculo como actor, titulado «Géiser». Y lo hicimos ahogados en deudas. Cuando yo me fui cambiaron el nombre de la última obra y se largaron a Moscú, cuando aún existía la Unión Soviética, para trabajar con Dodin. Luego a Buenos Aires para montar Nudos, de Mario Fratti, con Carlos Gandolfo. Después regresaron a Madrid para hacer Los días felices de Beckett, dirigidos por John Strasberg. Y finalmente De miedo y Oro, de Herrero Mingorance. Cuando me largué no pensaba que iban a montar hasta cuatro espectáculos en mi ausencia y que recorrerían tres países más. Me di cuenta de que había menospreciado la capacidad de endeudamiento que pueden atesorar los artistas y que una quiebra está sembrada de múltiples escalones que revientan a tu paso con pasmoso esplendor, pero mi camino hacia el éxito cuajaba ya por otros derroteros.
La relación con mis padres durante ese tiempo se devaluó a marchas forzadas. Había cruzado la frontera entre vivir del cuento y vivir del aire. Cuando se enteraron de mi decisión de abandonar el teatro y continuar escribiendo se llevaron las manos a la cabeza. Se lo comuniqué a las Malas Influencias, para que se fueran buscando un sustituto y como era de esperar tampoco les sentó bien. El día que dejé el teatro fue muy triste, pero el proceso de llegar a la última función duró meses. Mi padre, durante ese tiempo, procedió a atornillarme las clavijas y mi madre me prestaba su apoyo en secreto, pero mi ex, por lo visto, no se esperaba una medida tan radical. Yo creía tenerla al corriente, pero en el fragor de los acontecimientos debí confundirme, así que cuando dejé el teatro, con el propósito de escribir una novela y me recluí en casa, parece que la pillé a contrapié. Eso es lo que me dijo.
Lejos de aumentar mis publicaciones en el periódico, empezaron a menguar. Lo mismo le ocurrió a mi autoestima. Creyó mi ex que era el instante adecuado para concebir un hijo y yo, como un inconsciente, me puse a la faena. Con el trajín debí alegrarme y entre el embarazo y el parto volví a campar por mis respetos. Al principio como técnico de luces, asistiendo más tarde al cursillo de Strasberg en la ciudad y luego pensando ya en crear una productora. Pero el momento cumbre del regreso tuvo un detonante. Llegó cuando no pude colocar la novela que tanto me había costado escribir en algunas editoriales de Barcelona y de Madrid, entonces caí en una depresión fascinante. Mientras la atravesaba nació mi hijo y la mejor forma que se me ocurrió de ganar un dinero fue volver al teatro. Cualquier insensato, según mi padre, hubiera hecho lo mismo, así que cuando le expliqué mis pretensiones de no trabajar como actor sino desde un ángulo más gris, el de la promoción, todo aquel «remake» proyectó en él una conmoción de dimensiones desconocidas.
Con lo que quedaba de Mis Malas Influencias levanté «Collage» entre París y Zaragoza, y después del estreno busqué un local, que durante años también fue mi casa. El matrimonio se fue desmoronando y la productora también. En medio de la debacle conocí a quien desde entonces es mi compañera sentimental. A raíz del encuentro surgió la publicación de la novela, feliz circunstancia que fortaleció mis ganas de escribir otra vez. Así que tras la distribución de «Un héroe del Jaleo», bajé la persiana del teatro y eché el cierre. Los papeles de mi separación matrimonial llegaron casi al mismo tiempo, y aunque asistí a dos cursillos de clown no pude recuperar el gusanillo de actuar en público. A la hora de escribir me pasó igual. Durante una buena temporada se me borró la sonrisa de la cara y empezó entonces lo que mi padre calificó como «la travesía del desierto» y que no es otra cosa que el peonaje, la llegada a la fábrica, la inmersión en el agujero. Podría enterrarse toda mi experiencia teatral bajo una losa y levantar encima un mausoleo a las Malas Influencias. Podríamos colocar una chapa donde se explicase que la fatalidad me unió a unos indeseables en su locura, gente de lo más bohemia que me condujo por el peor de los caminos hacia un callejón sin salida, pero mi viaje duró la friolera de doce años y no escarmenté, así que algo puse de mi parte. No sólo dinero y esfuerzo sino también mucha ilusión y enormes expectativas. El teatro es una escuela impagable, un mar de experiencias. No me arrepiento de haber disfrutado y sufrido como lo hice, porque se aprende a manos llenas.