69 asesinatos en lo que va de año son ya demasiados para hablar de violencia de género, sencillamente se trata de una aberración. La lacra del machismo no remite y los gestos indignados, aunque plausibles, sirven en la práctica de poco frente al energúmeno que decide resolver sus propias paranoias matando a su pareja. Que el zangolotino se levante después la tapa de los sesos o lo frían a tiros sus vecinos mientras se afeita, es algo que debería de traernos al pairo. Pero no es así. Las páginas de sucesos se alimentan de estas miserias igual que las televisiones emiten series de guasa. En una de las más populares —que se degusta a diario- podemos apreciar hasta qué punto los matrimonios calificados como normales se maltratan verbalmente. Hacen escarnio de sus defectos, se timan y se destruyen para juerga del público al más rancio estilo de las malas comedias. Si ése es el ejemplo de una pareja estable casi es mejor que proyecten una de divorcios, entre tanto exabrupto y risas enlatadas supondría un alivio apostar por la opción más coherente. Pero tampoco es así. El falso melodrama, el espectáculo macabro de traer por sorpresa, vivito y coleando, a un futuro asesino hasta el plató es sin duda más rentable. Su terrible confusión sentimental desdibuja el cariño mediante actos posesivos y lo que se vende como una declaración de amor puede acabar mañana en una degollina. Entre la corrección política y la responsabilidad de género optamos por el desguace social. La triste cuenta de las víctimas no repercute en el cambio de ac-titudes, así que va siendo hora de preguntarse algo muy sencillo: ¿están preparadas las mujeres para responder? Desde hace años el movimiento feminista ha prestado atención al problema básico de la supervivencia. Si la sociedad en su conjunto no es capaz de garantizar la vida mediante el respeto a las leyes, es de justicia que en-señe a las mujeres a defenderse. Plantar cara al becerro no es cuestión de un día ni de dos, requiere entrena-miento. La masculinidad más caduca nace con la chulería puesta, se pasa media existencia compitiendo por saber quién es más imbécil o la suelta más gorda. Para resistirse a una agresión, para que pueda ser lícita la legítima defensa, nos olvidamos a menudo de que hay que aprender a devolverlas. Muchas mujeres son pasto de la aberración por tan lamentable motivo. No saben utilizar sus defensas. Es más, lo consideran impropio. Hasta las mujeres que de una u otra forma se dedican a la política, cuando oyen hablar de impartir clases de autodefensa en los centros cívicos o en las asociaciones, en el mejor de los casos subvencionan la actividad bajo otro nombre. No se atreven a aceptar que las medidas públicas de protección ciudadana, a tenor de los resultados, no son suficientes. Supongo que todavía creen que la autodefensa estriba en repartir revólveres entre las afectadas, tal vez por eso prestan tanta atención al encaje de bolillos o al macramé. No resuelve nada, pero relaja mucho. |