Antes eran brillantes y plateadas, incluso con incrustaciones de nácar. Al tacto eran frías y pesadas y en medio de una aglomeración bastaba un gesto fugaz para que un simple destello en el aire crease un círculo vacío alrededor del objeto. Las hemos visto surgir en la pantalla del cuarto de estar durante los telediarios. Emergen de pronto en las manos de gente con miedo, que vocifera palabras en idiomas desconocidos y cuya imagen capta las cámaras aproximándose al rostro de un individuo descompuesto, siempre un hombre, a veces de uniforme y otras de paisano, abriendo la boca mientras esgrime un arma. La presencia de la muerte, hasta ese instante, ha pasado desapercibida porque las pistolas de hoy son negras y parecen de juguete. Supongo que por esta razón ayer mismo, en pleno centro de Londres y a la puerta del parlamento, uno de los escoltas del líder fascista del Partido Británico Nacional, viendo que a su jefe le estaban lanzando unos huevos, se sacó de debajo de la pechera ni más ni menos que un fusil de asalto. Desconozco si la guardia de corps de la reina esconde entre las ruedas de la carroza un misil, pero seguro que hay que gritar un horror antes de utilizarlo, porque lo habrán pintado de negro y estará tan bien camuflado que nadie se dará cuenta de la amenaza. No es raro que en países acostumbrados a ver correr la sangre por las calles, se escuche a menudo la ráfaga atemorizante de una metralleta y se vean rodar los cuerpos humanos por el adoquín igual que si fuesen tocinos. La ausencia de color, la ligereza en la tara y la facilidad en el ocultamiento de los revólveres y hasta de los rifles, obliga a los matarifes a demostrar que lo que llevan entre manos es un puñado de muerte. Cuando estos sujetos sortean un boleto para la otra vida, unos se quedan afónicos enseñando la pipa, otros le quitan el silenciador y tiran al aire para que nuestros oídos comprendan que el chisme funciona y el resto va regando el suelo de leucocitos ajenos, que es la mejor forma de provocar la estampida. Su forma de actuar no es aleatoria, responde al continente donde crecen, se desarrollan y mueren los profesionales de la guadaña. Los hay que reciben una paga del ejército o de la policía, que ejercen de escoltas y cobran de una empresa privada e incluso existen por vocación, disfrute, latrocinio, ideología o sencillamente para el exterminio de las masas. Cada temporada, las industrias de armamento abastecen de herramientas mortales a millones de individuos. El año pasado, y ya en plena recesión económica, las empresas españolas que se dedican a tan negro negocio obtuvieron de nuevo un superávit. Las ventas llegaron al billón de euros y discretamente colaboraron en la noble tarea de hacer un mundo feliz. |