Actitud contemplativa
miércoles 9 de septiembre de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Me resulta inquietante haber conocido la noticia de que los siluros son más voraces de lo que suponía. Esos peces con tendencia al gigantismo y que habitan las aguas del Ebro desde hace décadas se han convertido en una atracción popular. A fuerza de no tener competidores, los siluros van creciendo hasta parecer animales prehistóricos y como llegan a medir los dos metros acaban zampándose a las palomas de un solo bocado. Las palomas, atolondradas por el calor y gregarias de natural, acuden a beber agua turbia a las orillas del puente de piedra, donde esperan agazapados los temibles siluros.
    Curiosos y sorprendidos, los peatones se asoman a la balconada para contemplar una escena trágica pero flipante, el acecho de un pez grande a un pájaro bobalicón, el que campa a sus anchas por las ciudades sin enemigo alguno llenando las aceras y tejados con sus ácidas cagarrutas. Esta fabulosa noticia del mundo animal adorna hoy la primera página del periódico baturro, competencia inmediata de la hoja parroquial, y ha logrado que cientos de zaragozanos presten más atención al río que cruzan todos los días por su puente más antiguo. Hasta ahora se fijaban en las interminables obras contiguas al pozo de san Lázaro y el dragado del Ebro por las excavadoras, con el propósito de permitir el dulce paseo de los inútiles barquitos motorizados que navegan rumbo a ninguna parte. Sin embargo hay más cera de la que arde. Allá abajo, en la turbiedad del río, se produce el clásico drama de la vida y la muerte entre las especies. La peña se puede asomar a la tragedia y seguir de cerca durante un instante un nuevo episodio del Hombre y la Tierra, sólo que en la versión cutre de los siluros contra las palomas.
    El almuerzo de los peces causa la estupefacción de los humanos porque hasta hoy el ciudadano mondo y lirondo desconocía que pudieran engullir en pleno vuelo a las aves por tontas que fuesen. Es tan chocante el asunto para el común de los mortales que los científicos intentan convencer al populacho de que es frecuente encontrarse en las tripas de estos bichos restos animales de cualquier calaña, porque se alimentan «ad libitum» y es un problema grave. Pocas especies autóctonas quedan bajo las aguas para que estos sujetos les hinquen sus múltiples dientes así que no se trata de una señal divina o apocalíptica; los siluros asoman su bocaza porque han devorado lo poco que queda en las escuetas profundidades del río y ahora necesitan más.
    Sería impactante que los siluros empezaran a saltar como los delfines y se lanzasen contra los bañistas en la playa de la Expo, que aprendieran a brincar como las orcas devorando a los curiosos en cualquier puente o que atacasen a los pescadores en la desembocadura de La Huerva, que no es un río sino la única ría de Aragón. Aunque la interpretación de lo que es una ría se reduzca por estos lares al femenino de una corriente fluvial, la visión de La Huerva a su paso por Zaragoza es tan calamitosa que ni en la próxima Exponabo de 2014 se logrará recuperarla. Ver cómo muere la ría en el Ebro, repleta de siluros acechantes, es un espectáculo gore de primera magnitud, y si además soplan los olorosos vientos de la papelera resulta fascinante. No deja de ser hermoso que aún despierte cierta curiosidad el cauce del río a su paso por la ciudad y que la peña se asome a las barandas para ver lo que ocurre. El mayor problema es que no movemos un músculo. No me extraña, por lo tanto, que el ayuntamiento se ponga ciego de cortar árboles en las medianas y en las isletas para favorecer el tráfico de los automóviles. Y todo bajo la peregrina excusa de crear un carril para las bicicletas, con lo fácil que sería quitarle espacio a los coches y en su lugar plantar unos baobabs o unas sequoyas gigantes. No es que la naturaleza se haya vuelto loca de repente y que a los siluros les dé por hacer cosas raras, es que el asfalto se lo come todo.

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