Una de las cosillas que van a ir cambiando según acceda al poder la derecha de toda la vida —si es que algún día se fue— es la anamnesis. O, dejando el griego por un segundo y para entendernos: la confidencialidad entre médico y paciente. Cuando vamos al médico, o a la médica —suelo preferir las médicas porque me gusta discriminar— en la pantalla de su ordenador aparece toda nuestra vida y milagros. Contamos nuestras cositas, toman nota y luego no van cacareando por ahí, al menos con nombre y apellidos, nuestros melodramas. Existe un juramento hipocrático que impide ser un cotilla. Así que echan un vistazo al historial clínico, nos hacen un repaso y se ponen al día.
Los facultativos apuntan en este historial todas las dolencias y malestares, adjuntando la tanda de pirulos que nos recetan con el ánimo de paliarlas. Estas anotaciones pasan de un médico a otro según cambiemos de domicilio o nos traten los especialistas. Allí se escribe el guión sanitario que narran los médicos de una forma marciana y en cuyos capítulos constan desde unas paperas a la vasectomía pasando por crisis ansiosas, gripes y roturas de huesos. Los médicos dejan constancia de todo, no lo pueden evitar, y últimamente se llevaron un mosqueo con la administración sanitaria. Varios medicamentos que prescribieron en su momento, de la noche a la mañana, fueron sustituidos de millones de historiales por sus compuestos genéricos equivalentes.
Los historiales ya no son como antaño, que iban en carpetas de una planta a otra, envejecían y engordaban con el paso de los años, igual que sus pacientes. Ahora están digitalizados. Los programas informáticos permiten cambiar unas palabras por otras en menos de lo que canta un gallo. Igual que cualquiera, al entrar en el Facebook, puede colocar otra foto en su perfil y editar o eliminar entradas, los inspectores de la sanidad pública decidieron por todo el filete colarse en los historiales de millones de pacientes y alterar las recetas. Pueden aducir en su descargo lo que les venga en gana, por ejemplo, que los medicamentos eran muy caros y que de ahora en adelante es de obligado cumplimiento favorecer los baratos. Pero la prepotencia de alterar el tiempo pasado, haciendo creer que ingerimos un producto en lugar de otro, por idénticos que parezcan, resulta inquietante, ¿no creen? Esta política de hechos consumados sentó tal precedente a la hora de manipular los historiales que a los médicos en general les sentó como una patada en las tripas. Pero bueno, tan sólo es el principio y cualquier negocio presume de humildes inicios.
Una vez que se tocan los sagrados historiales y se descubre con gracia que nadie les mete en pleitos, pueden dar el paso siguiente con ímpetu renovado. Imaginemos por ejemplo que unos chavales hacen la ruta del bacalao, se tragan un éxtasis en Castellón y a la altura de Alicante notan que les ha caído de pena: lo lógico es que acudan a Urgencias. Les conviene saber a estos chicos que a partir de ahora una decisión tan apurada tendrá consecuencias insólitas: los detalles de su asistencia médica serán propiedad de una empresa privada.
El gobierno de la comunidad valenciana pagará setenta y dos mil euros al año a una subcontrata, que se llevará a casa el servicio de analizar y codificar los datos de todos los pacientes que fueron atendidos en sus hospitales por la ingestión de alguna droga. ¿Qué es una droga? ¿Un puro que te nubla los sentidos, una litrona de garrafón que te provoca un coma etílico o un peta que te deja la tensión por los suelos? Simplemente un somnífero, un calmante, un relajante muscular... ¿Por qué no? Casi todo lo que un médico receta son drogas y lo que venden las farmacias también lo son. Una aspirina es droga, da igual que venga en supositorios, cápsulas o bebedizos. Ningún cuerpo reacciona de forma estándar a las sustancias y como la tolerancia es relativa igual nos da un patatús, de modo que todo nuestro cuadro clínico puede pasar algún día a los archivos de una empresa privada. La veda está abierta, basta con que nos siente como un tiro algún fármaco para que acudamos a Urgencias e instantáneamente puedan aprovecharse de ellos las subcontratas.
Cualquiera en su sano juicio pensaría que esta panda tan despabilada, en lugar de cobrar tendría que pagarnos. ¿Acaso no es absurdo que utilicen nuestros datos sin consentimiento, les saquen un rendimiento añadido y cobren además un plus de nuestros impuestos? Pues no, las privatizaciones se basan precisamente en estos absurdos y no hay mayor absurdo que duplicar unos servicios que ya estamos pagando. Es así como se consigue información, que tras un sesusdo análisis venden luego al mejor postor. Tal vez incluso a la propia Seguridad Social, quién sabe, sería un negocio redondo. |
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