Andropausia
miércoles 17 de junio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Dice el presidente de gobierno que ahora toca hablar de la financiación de las comunidades autónomas, pero sufrí ayer un constipado relámpago, que apenas me duró un cuarto de hora, y el asunto me dejó perplejo. Nunca me había ocurrido algo semejante. Lo cierto es que llevaba unos días completamente romo, muy espeso. El sofoco zaragozano era de tal calibre hasta entonces que el mero hecho de ingerir cualquier alimento, por frugal que fuese, me perlaba en sudor. Desde la cintura a los sobacos, todas mis constantes vitales suelen venirse abajo durante la temporada de bochorno. A mí me baja mucho la tensión cuando llega el verano, y como cada año aparece antes y atiza que da gloria, mi tara máxima desarrolla fenómenos extraños. Tendría que hacérmelo mirar, pero hasta que me decida he optado por creer que es fruto de la crisis o del cambio climático —ambas entelequias son depositarias de todas las culpas— pero jamás había sufrido un catarro de quince minutos y ya me parece excesivo que la recesión y la meteorología influyan hasta ese extremo incluso en las enfermedades más comunes. Pensé al principio que se trataba de una alergia fugaz, tal vez debida a la impetuosa llegada de algún ácaro desde la China, pero no me dio tiempo a contrastar opiniones porque tal y como vino se marchó. Recuerdo que de pronto comencé a soltar estornudos como una ametralladora, lo que indujo a mi cerebro a suponer que le faltaba oxígeno, y después me sobrevino una virulenta ola de calor que me obligó a desprenderme lo menos de un millón de toxinas. Y después nada, un vacío enorme que hube de llenar, como es preceptivo, comiéndome la olla de una manera soberbia.
    Supuse al principio que el fenómeno era psicosomático, tal vez debido a una tardana reacción de alivio producida tras recibir noticias sobre mi hijo que, reventando las expectativas genéticas, lograba la proeza de sacar notables en todas las asignaturas excepto en música (donde hizo cumbre) y dibujo, materia que superó con un bien. Sin embargo, desde que tuve conocimiento de sus calificaciones hasta que se disparó tan minimalista enfriamiento, había pasado una eternidad, lo que me obligaba a buscar en derredor otra señal que justificase tan repentino catarro. Afiné el oído y noté de pronto una carencia. Si pasas el día en avioneta—escuchando el continuo murmullo del ventilador— la nitidez del silencio se convierte en aplastante. Recordé entonces que estaba apagado desde hace un par de jornadas, justo cuando dijo la mujer del tiempo por la radio que durante cuarenta y ocho horas la población peninsular se vería asediada por su pasado. Y que lo haría con tal impulso, que sus conciencias proyectarían sobre el cielo una borrasca. Las bajas presiones iban a ser tan densas que dibujarían por el espacio formidables nubes negras. Se producirían en ellas tormentas eléctricas de grueso calibre pero apenas caerían cuatro gotas sobre la tierra. Y así fue. Ayer había terminado el proceso. Lo sentí en mi propia carne mediante un resfriado de quince minutos y segundos después, en el patio de luces, comenzó a cantar un grillo. O igual era una cigarra. Estuvo de concierto toda la noche y no me ha dejado pegar la hebra, así que voy a regalarle un bluetooth.

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