No tengo a gala hablar de fútbol, hace tiempo que perdí la fe. Me aburre soberanamente, tanto o más que los lectores del As y del Marca juntos, que no tienen otra conversación en la boca. Reconozco que no se puede decir que en la infancia no me haya gustado, tampoco es cuestión de hacer proselitismo. Ocurre que ya no presento aptitudes. Mi caso ni siquiera es el de un esnob. Cuando ser un esnob era estar a la última, allá por los años 70 y en los 80, aún fardaban ciertos intelectuales de ser antibalón reglamentario. Se escuchaba de sus labios que el fútbol era una herramienta del sistema, que mantenía a la gente ocupada con monsergas mientras les repartían collejas a precio de saldo. Entonces podías decir algo así y no te miraban raro. Ahora sí. Y te tratan como a un efermo. El balompié ha arrasado con todo, hasta con los escritores más conocidos, que declaran ser socios del Cotonificio, del Txuri Urdin o de la Ponferradina. Se muestran entendidos no sólo en fichajes sino en estrategias, árbitros y campeonatos. A mí me sigue pareciendo sospechoso que, con la cantidad de interesantes actividades que ha inventado el ser humano, se preste tanta atención a un rebaño de futbolistas. Sus andanzas, de trabajar en otro gremio, atontarían a las moscas. Sin embargo negocios como el de la pelota levantan del suelo en cada puntapié tal cantidad de billetes de banco que en ocasiones no queda más remedio que hablar de fútbol. Y más concretamente del campo donde practican los profesionales de esta localidad tan curioso deporte. Sobre el campo propiamente dicho, el campo mondo y lirondo, nada que objetar. Sólo que estaría mejor sin gradas. Salvo el mar no se me ocurre nada mejor para la vista que una amplia explanada verde. Máxime si estás postrado en una cama del hospital Miguel Servet (léase La Casa Grande). La Casa Grande cada vez es más y más grande y su fachada principal -cosas de la vida- colinda inevitablemente con el estadio. No soy vegetariano ni rumiante pero tampoco tengo nada contra la hierba, que ocupa - también es verdad - un lugar propicio para cualquier otra siembra, ya que el césped está plantado justo encima de la acequia romana que regaba las apartadas y acaudaladas fincas patricias de la antigua Cesaraugusta: la Romareda. Qué se le va a hacer, mejor la hierba que el cemento. Yo soy partidario de ir reduciendo las gradas hasta que no haya donde sentarse y cuando la gente pierda la afición hacer crecer el parque. El parque grande, claro. Aquí todo es grande. Quedan otras dos posibilidades obvias: agrandar el hospital hasta el punto de que podamos llamarlo mastodóntico o simplemente derribarlo y levantar un campo de fútbol en el que quepa ya toda la ciudad. Esta última versión, por surrealista, tampoco me desagrada. Al precio que está el metro cuadrado de suelo cabe cualquier postura y a tenor de los millones de euros que se llevan gastados en planes, proyectos, aparcamientos e incluso abogados, creo yo que hasta la gente más reacia a este deporte - los apóstatas del fútbol - tendrán derecho a ser socios honorarios. Éso o la insumisión fiscal. |