Carta de ajuste
miércoles 11 de mayo de 2011
© Sergio Plou
Artículos 2011

   Nos vamos acercando a la fecha fatídica —el 22 de mayo— y vuelven a sonar tambores de guerra. No me refiero a la guerra de Libia, ni a la revolución del Yemen o al levantamiento popular en Siria. Ni siquiera a la subversión de Bahrein o la trifulca que preparan las industrias del armamento contra Pakistán, país que hasta hace unos días era uno de sus mejores clientes. Ni siquiera hablo de la próxima batallita, la de Irán, donde el ayatolá ha destituido al antipático Ahmadineyad sin recibir el aplauso de los medios de comunicación. Me refiero a la guerra económica, la escabechina que sigue causando bajas entre nosotros sin que se mueva una hoja, el expolio de Europa por las cúpulas de la banca internacional.

  Seguimos atónitos el progresivo crecimiento del paro, las constantes declaraciones de insolvencia y la quiebra tranquila pero inquietante de las familias. Nos mantenemos sin reacción, estupefactos frente al desmantelamiento de la sanidad, la educación y la ciencia, las pensiones y los subsidos de desempleo, mientras se recortan los salarios y se obliga a que crujan los estados para que sufraguen las deudas de las grandes entidades financieras.

  Alemanes y finlandeses creen que el problema es periférico. Piensan que si caen los países mediterráneos igual se salva el Norte de Europa. Si no fuera trágico sería una ingenuidad. La monstruosa deuda norteamericana, donde más de diez millones de personas sin hogar malviven de la caridad, extruja a los socios occidentales de tal modo que nadie se atreve a poner fecha a la próxima burbuja, la que se llevará todo por delante. Las corporaciones necesitan aumentar sus beneficios a cualquier precio, incluso los bancos —como el Santander— vuelven a repartir 300 millones de dividendos entre los ejecutivos. Para ellos la crisis no existe. ¿Qué podemos hacer frente a esta absurda locura? Los ciudadanos, cuando responden al poder, sólo tienen un espacio: la calle. Allí nos quejamos para recibir a cambio una buena somanta de palos, comprendo pues que no apetezca demasiado salir a protestar.

  Los griegos llevan más de un año recibiendo guantadas y su gobierno no se mueve un milímetro. Sin embargo, está más que demostrado que los recortes y las privatizaciones no son la solución, al contrario, aumentan el problema. Alemania comienza a comprender que tarde o temprano tendrá que comerse el marrón de la deuda griega, al fin y al cabo la industria germana es la que más se beneficia del cobro de intereses. Retrasando la solución más evidente, la que pasa por nacionalizar la banca y municipalizar los servicios, pretenden que los griegos —mientras se hunden en la miseria— sigan gastándose una fortuna que no tienen en comprar portaviones, tanques y helicópteros. ¿Para qué necesita un ejército tan bien armado un país que está en quiebra? ¿Contra quién lo van a utilizar?

  Es dificil hacerse una idea del paisaje si te cubren los ojos con propaganda. Cada vez es más complicado separar el grano de la paja y, francamente, cuesta un horror distinguir entre los partidos que se presentan a las elecciones del 22 de mayo. Da la impresión de que el proyecto de cada uno de ellos es más o menos el mismo: privatizarlo todo (más despacio o deprisa) mientras nos meten en cintura. Y elegir entre guatepésimo y guatepeor es aberrante. En plena campaña se oyen además cantidad de sandeces. Los políticos hispanos no se ocupan de lo esencial, carecen de imaginación para resolver los problemas o están adiestrados para disimular, presentando a cambio una realidad idiota. El espectáculo produce vergüenza ajena. Incluso los analistas del sistema se hacen cruces al contemplar que volvemos a estar en la misma situación que hace un año, cuando Zapatero reveló al país que lo sentía mucho y que le dolía en el alma, pero que se pasaba al cálido bando de los neoconservadores. Es más fácil obedecer, hacer lo que te mandan. Menuda sorpresita, ¿verdad? Desde entonces le han crecido a este hombre una ojeras de aúpa, con lo bien que estaba haciéndose pasar por un tipo majete... Todo el guirigay en el que nos ha metido exige una disposición diferente —hay que estar disponible— y el infalible Zapatero prefiere fallar y largarse a su casa con un sueldo nescafé, antes de arriesgar y comprometerse.

  El cambio que se pide a los políticos es sin embargo sencillo: que hagan frente a los mercados. Los mercados, ese ente abstracto que nos chupa la sangre, sólo representa a sus propios intereses y se supone que los políticos nos representan a todos. No tienen costumbre, pero escuchar a la población que les votó y maniobrar en consecuencia es un suceso fundamental para recuperar la confianza. Aunque les importe un bledo, deberían de comprender que están a nuestro servicio, y no a la inversa.
   Salta a la vista que necesitamos una generación de políticos humildes, capaces de fomentar cambios estructurales en las cúpulas de las instituciones. Políticos vocacionales en vez de arrogantes, bien pagados y sumisos con el poder económico. El hecho de cobrar un potosí de las arcas públicas no los ha hecho más independientes, tampoco más inteligentes. Su sueldo no dignifica las instituciones ni acaba con las corruptelas. Da igual lo que ganen porque funcionan como una casta.

  La productividad de los políticos no deberían de cronometrarla los mercados que, al terminar su carrera, pagan los servicios prestados regalándoles poltronas en las multinacionales. Tendríamos que ser nosotros los que midamos su productividad social castigando estas conductas. A las elecciones del 22 de mayo les falta un componente básico, un factor que ningún político asume: la necesidad de mejorar el sistema democrático para que no termine siendo lo que es, un esperpento. Los partidos que hoy se presentan deberían abrirse a un proceso constituyente en el futuro, donde se elaborase una nueva Constitución, una norma que sirva para garantizar el bienestar público por encima de lobys de presión y de especulaciones corporativas y financieras. Es una necesidad imperiosa.

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