De la misma manera que a veces se te hiela la sonrisa en la cara, existe una fobia que, al escuchar cómo se ríe alguien, te empuja a creer que las personas que se divierten —por ejemplo— oyendo un chiste, no tienen sentido del humor sino que se están partiendo el culo en tu propia cara. Esta sospecha, que produce mala leche o enferma a la gente que se cree sana, salta como un resorte similar al de los celos. En sujetos afectados por la catagelofobia, el descuajeringamiento, la flojera y el encane de los demás les hiere en lo más hondo y es tan difícil de reprimir esta sensación que a menudo les coloca en situaciones incómodas. Un asunto es pensar que ciertos individuos se lo están pasando en bomba a tu costa y otra muy distinta que sea cierto. Aunque en estos tiempos que corren nunca es posible del todo averiguar hasta dónde llega la guasa y dónde empieza la mala fe, los entendidos en la materia aseguran que casi un 2% de la población ha sufrido graves humillaciones en su etapa escolar o durante el trabajo asociadas con malévolas carcajadas. Dicho trauma repercute en estas personas haciéndoles concebir el humor como una burla sin gracia, no sólo les genera sonrojo sino un miedo profundo a las consecuencias. Los grandes maestros del terror cinematográfico llevan décadas utilizando las alegres cancioncillas de los niños para construir situaciones de pánico, así que tampoco es tan complejo de entender el drama que viven estas personas cuando interpretan la risa ajena como la antesala del infierno. En todo caso, que consigan recuperarse y asistan a un espectáculo de payasos con cierta normalidad depende del grado de agobio y la magnitud del cachondeo. El gremio de los psiquiatras, de todas formas, no cuadra el círculo de esta fobia. Una parte de los profesionales amplía su cobertura hacia el miedo al ridículo, aunque muy exacerbado.
Para llenar folios y espacio informativo dicta la costumbre que hay que tirar de archivo, pero se desconoce por qué un teletipo de agencia consideró tan importante los estudios realizados, ni más ni menos que el año pasado, por el profesor Yoji Kimura. ¿Cuál será la causa que induce a los periodistas a abrir un telediario con tardanos reportajes sobre el sentido del humor? Supongo que el detonante es la crisis y, como es habitual, la necesidad que tienen los jefes de que cambiemos nuestro estado de ánimo. Si nos resulta imposible, conviene saber que nuestra mollera funciona defectuosamente, de modo que hágansela mirar por un especialista. No hay comportamiento ni conducta que no sea susceptible de un diagnóstico en la psiquiatría moderna. Hasta los más simples comprenden que es bueno reírse y que, aún faltándonos otros músculos —tal vez debido a un accidente de tráfico— resulta muy terapéutico ejercitar los faciales. Hay que evitar el ir como un amargado por la vida, esforzarse en contemplar el vaso medio lleno y encajar con arrojo los golpes. La vieja táctica de tomar las preocupaciones a guasa, tan enternecedora cuando un problema carece de solución, es igual de contagiosa para la comunidad que una dosis de mala baba. Imaginemos pues que nos da lo mismo ocho que ochenta, que todo nos resbala. Y si alguien de verdad se ríe de nosotros no le demos mayor importancia. Tal vez hayamos sufrido de pequeños una humillación, así que aguarden ustedes a ver si se les mean en la oreja o son alucinaciones suyas. |